Capítulo 150

Hace cada vez más frío. El padre Carzo contempla las marcas violáceas que las tiras de cuero dibujan en los antebrazos de Parks. La respiración de la joven continúa siendo sibilante. Sin embargo, el ritmo al que su pecho se mueve no corresponde en absoluto a esa respiración, como si algo respirara a través de ella, algo que se apodera progresivamente de su cuerpo. O más bien como si, tomando poco a poco el control de Parks, esa cosa se hiciera cada vez más… presente. Sí, es eso lo que le hiela la sangre a Carzo mientras el rostro de la joven se contrae: la cosa que crece en Parks está imponiéndose.

—¿Marie?

Un silbido ronco y profundo. Las tiras de cuero se tensan debido a la presión de los antebrazos. Carzo se vuelve. Los colores del refectorio están cambiando y los antiguos tapices que lo decoraban en la Edad Media reaparecen. Sus motivos cubren ahora las manchas claras que dejaron en las paredes. Colgaduras cargadas de polvo y de recuerdos. Carzo se sobresalta al oír el lamento de un cuerno a lo lejos. Se vuelve hacia Parks y se da cuenta de que lo observa fijamente.

—¿Marie?

El sacerdote clava la mirada en la de la chica. No son sus ojos.

—¡Por el amor de Dios, Marie! ¡Tiene que despertar! ¡Estoy perdiéndola otra vez!

Silencio. Luego, un sonido de cuerno en las tinieblas. Carzo se yergue al oír ruido de botas en la escalera de la fortaleza.

—¿Marie?

Una voz grave y melodiosa hace vibrar la garganta de Parks:

—Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán.

—Marie, sea buena y despierte.

Las correas ceden con un chasquido mientras la joven se levanta y se dirige hacia las mesas del refectorio.