El asesino que avanza en la Cámara de los Misterios parece desplazarse rozando el suelo. Lleva un sayal y una capucha de monje que oculta completamente su rostro.
Valentina se refugia detrás de un pilar y desenfunda su Beretta. Inserta una bala en la culata y hace saltar el seguro. A continuación aguza el oído. El monje no hace ningún ruido al caminar.
Cuando considera que el asesino se encuentra a menos de cincuenta metros de ella, sale de detrás del pilar y apunta a la forma que avanza a la luz azulada de sus gafas.
—¡Alto! ¡Policía!
La reacción del monje ante esta intimidación es prácticamente nula. Valentina siente que el estómago se le contrae. O ese tipo está sordo o es un tarado declarado. Levanta el martillo del arma.
—Se lo advierto, ¡deténgase inmediatamente o disparo!
Ve brillar en la oscuridad el destello de una hoja mientras el monje abre los brazos. Una potente oleada de cólera mezclada con terror la invade.
—Escúchame atentamente, cabrón de mierda, o sueltas el arma ahora mismo o te mato como a un perro.
El monje levanta la cabeza. Valentina ve brillar sus ojos en la oscuridad de la capucha. Siente que su vejiga se contrae. El asesino sonríe.
La inspectora dispara cuatro balas seguidas que alcanzan al monje en el hombro. El primer impacto lo detiene en seco. Los otros le hacen retroceder unos pasos. Valentina oye rebotar los casquillos en el suelo. Cuando lograr ver a través del humo que escapa de la culata, se da cuenta de que el monje sigue avanzando. Se esfuerza en calmar los latidos desbocados de su corazón y apunta con el arma al tórax del hombre. Luego, con un pie hacia atrás, como en los entrenamientos, dispara nueve balas blindadas que destrozan el pecho del monje y proyectan largos chorros de sangre tras producirse los impactos. El hombre cae de rodillas. Nueve casquillos humeantes quedan depositados sobre el polvo. Cuando Valentina vuelve a abrir los ojos, el olor de la pólvora le quema las fosas nasales. Se estremece al ver que el monje se levanta lentamente. Titubea un instante y luego echa a andar apretándose las heridas con una mano.
«Dios mío, es imposible…».
El pulgar de la joven libera el cargador vacío, que rebota en el suelo. El monje está a diez metros escasos. La inspectora introduce otro cargador y lo vacía gritando con todas sus fuerzas:
—¡Mierda! ¿Es que no vas a palmarla nunca, pedazo de bestia?
La capucha parece caer bajo la ráfaga de proyectiles que hacen estallar el rostro del monje. Este titubea y suelta el puñal, después de lo cual cae de rodillas y se desploma.
Valentina expulsa el segundo cargador, vacío, introduce el último que le queda y, con un chasquido, inserta una bala en la recámara. Sin aliento, avanza lentamente hacia el asesino. Apuntando a la capucha empapada de sangre, dispara cuatro tiros más que retumban en el silencio. Cuando está segura de que el monje no volverá a levantarse, rompe a llorar.