Capítulo 147

—Me llamo monseñor Ricardo Pietro Maria Ballestra. Nací el 14 de agosto de 1932 en la Toscana. Mi madre se llamaba Carmen Campieri y mi padre Marcello Ballestra. Mi nombre secreto de archivista es fray Benedetto de Mesina. Doy estos datos para demostrar que soy el autor de esta grabación.

La inspectora Valentina Graziano se pega la grabadora digital a la oreja para oír mejor los susurros de Ballestra.

—Esta noche, a la una de la madrugada, me ha despertado el padre Alfonso Carzo; me llamaba después de haber dejado la Amazonia, adonde había sido enviado para investigar unos casos de posesión extrema. Afirmaba haber descubierto unos frescos muy antiguos en los vestigios de un templo azteca. Unos bajorrelieves que describían escenas bíblicas, lo que parece corroborar los testimonios de los conquistadores que desembarcaron después de Colón en las costas de América. Los indígenas que salieron a su encuentro los recibieron como si fueran dioses. Los testimonios relatan que ya habían ido hombres blancos allí hacía mucho tiempo y que los indígenas esperaban su regreso. Todo parece acreditar la tesis de numerosos estudios científicos que afirman que unos misioneros católicos llegaron a América mucho antes que los españoles. Con la diferencia, sin embargo, de que los frescos vistos por Carzo en la jungla amazónica no representaban al Jesucristo de las Escrituras sino a su doble satánico: una bestia feroz a la que los antepasados de los aztecas habían clavado en la cúspide de una de sus pirámides, algo que había provocado el fin de su civilización. Janus, el hijo de Satán. El azote de los olmecas.

Valentina sube el volumen para contrarrestar el crujido de los documentos que el archivista consulta mientras habla.

—Justo después de la llamada del padre Carzo, he descubierto en los cimientos de la basílica la Cámara de los Misterios, que tantos de mis predecesores han buscado antes que yo. Aquí se encuentran almacenadas las correspondencias secretas que los papas se transmiten desde hace siglos por el procedimiento del sello pontificio. Ha sido rompiendo esos sellos como he descubierto la existencia de una profunda investigación interna encaminada a poner al descubierto las obras del Humo Negro, una conspiración de cardenales que, desde hace siglos, extienden su poder en el seno del Vaticano. Hace más de seiscientos años que esa cofradía intenta encontrar el evangelio de Satán, un manuscrito que supuestamente contiene la prueba de una mentira tan enorme que la Iglesia se derrumbaría si llegara a ser revelada. Por lo que he podido descubrir, el Humo Negro también intriga y asesina con la finalidad de recuperar un cráneo humano que muestra unas heridas que aportarían la prueba definitiva de que los evangelistas han mentido.

Valentina cierra los ojos. Es más grave aún de lo que había imaginado.

—Si creemos lo que dice este manuscrito, después de la negación de Cristo en la cruz, unos discípulos se llevaron el cadáver de Janus a unas grutas del norte de Galilea. Allí escribieron su evangelio antes de enviar misioneros hacia el norte para extender la palabra del Anticristo. Actualmente sabemos, por las huellas de evangelización que dejaron tras de sí, que esos misioneros atravesaron Mongolia y Siberia. Desde allí, cruzaron los hielos del estrecho de Bering y bajaron por el continente americano bordeando las costas del Pacífico. Así fue como llegaron al litoral de México, de Colombia y de Venezuela. Esta es la tesis que según unos investigadores americanos explicaría la presencia del Diluvio y de los mitos de la Creación en civilizaciones que nunca habían tenido ningún contacto entre sí. En su momento, la Iglesia descartó esa teoría. Y sin embargo, sabía… Dios mío…

Crujido de papel. Ballestra desenrolla otros pergaminos.

—Acabo de encontrar en el cubículo del papa Adriano VI unos viejos cuadernos de piel, que parecen diarios de navegación, en los que los exploradores del Nuevo Mundo consignaban sus descubrimientos… El Valladolid, el buque insignia de Hernán Cortés… Uno de los cuadernos contiene una antiquísima carta náutica, cubierta de una espesa capa de cera, donde los cabos parecen seguir los vientos y la ruta de las estrellas. En el forro del segundo cuaderno, otro mapa, este terrestre, aparece cubierto de símbolos aztecas y mayas, así como de cruces de color rojo sangre que parecen indicar misteriosos emplazamientos dispersos por la cordillera de los Andes y los altiplanos de México.

Crujidos de papel. Ballestra murmura para sí mientras descifra los documentos. Luego, su voz suena de nuevo en la grabadora:

—Acabo de descubrir en el mismo cubículo unas cartas de Cortés dirigidas a la Inquisición española y a los eclesiásticos de la Universidad de Salamanca. En el momento en que envía estos correos, Cortés y sus conquistadores han llegado al corazón del imperio azteca con la orden de someterlo a traición. Cortés explica que el emperador Moctezuma los toma por unos dioses que habían prometido regresar. Por eso sus enemigos les ofrecen su hospitalidad y les permiten asistir a una extraña ceremonia religiosa. El templo azteca donde se desarrolla este culto está decorado con una pesada cruz de mármol sobre la que hay una corona de espinas ensangrentada, y la ceremonia es una réplica de la santa misa: un sacerdote con la túnica cubierta de plumas oficia ante un altar pronunciando palabras sagradas en una mezcla de varios dialectos. Turco y latín. Pero eso no es todo: cuando la ceremonia está tocando a su fin, Cortés ve que el sacerdote azteca pone en dos copas de oro unos trozos de carne humana y un líquido rojo que parece sangre. Luego, ante los ojos del conquistador, los fieles forman dos filas y se arrodillan delante del sacerdote para recibir la comunión.

Una pausa. Después, la voz de Ballestra rompe de nuevo el silencio. Parece agotado.

—¡Señor!… Esto demuestra que los aztecas fueron efectivamente evangelizados por misioneros herejes mucho antes de la llegada de las carabelas de Colón. Esto explica también los descubrimientos del padre Carzo en el templo amazónico y prueba que los discípulos de la negación bajaron hasta las costas de México después de haber cruzado el estrecho de Bering. Fueron ellos quienes hicieron creer a los aztecas que Janus era el azote de los olmecas y que debían venerarlo si no querían conocer la misma suerte que sus antepasados. Esto es lo que la Iglesia intenta ocultar desde hace siglos. La gran mentira.

Valentina empieza a tomar conciencia del atolladero en el que se ha metido. Oye cómo Ballestra registra los demás cubículos.

—Dios mío, te lo suplico, haz que no sea eso…

Crujido de papel. La voz del archivista se quiebra.

—Tengo la prueba de que, para ocultar esa mentira y recuperar el evangelio de Satán utilizando los medios que sean necesarios, los cardenales del Humo Negro asesinan a los papas desde el siglo XIV. Su primera víctima fue Su Santidad el papa Clemente V, que murió envenenado en Roquemaure el 20 de abril de 1314. Según los documentos que estoy encontrando en los últimos cubículos, la lista de los crímenes perpetrados por la cofradía del Humo Negro asciende en total a veintiocho sumos pontífices asesinados en algo menos de cinco siglos.

Un chasquido. El archivista acaba de dejar la grabadora en el suelo para tener las manos libres. Su voz queda cubierta un momento por el ruido de los pergaminos que desenrolla a toda prisa. Acaba de encontrar un informe pericial que data de 1908 y lo comenta a medida que va leyéndolo.

—El veneno utilizado por esta cofradía es un potente neuroléptico que sume a la víctima en un estado de catalepsia cercano a la muerte. Sin embargo, ese producto indetectable en los análisis deja al menos una huella fácilmente identificable para quien sabe lo que busca: una especie de depósito carbonoso que se forma en el interior de las fosas nasales de la víctima. Exactamente igual que el que he visto en el cadáver del papa que acaba de morir.

Valentina oye el ruido de la antorcha que el archivista acaba de dejar caer.

—Dios mío, hay que hacer pública a toda costa la mentira antes de que el Humo Negro se apodere del Vaticano…

Sus pasos se alejan. Se le oye murmurar en la distancia; luego vuelve a acercarse a la grabadora. Frufrú de sotana: se agacha. Un choque. Un grito sofocado. Unos ruidos húmedos y metálicos, como puñaladas. Una última queja resuena bajo la bóveda. Ahí acaba el camino de Ballestra. La inspectora se está inclinando para examinar más de cerca los rastros de su agonía cuando sus gafas de visión nocturna perciben una forma azulada que avanza disimuladamente entre los pilares de la Cámara de los Misterios.