Capítulo 144

Tras detener a su caballo a tiro de piedra del convento, Landegaard alza los ojos hacia la cima del precipicio y las murallas desiertas. Se acerca la trompa a los labios y emite cuatro señales largas; el eco hace que se eleven algunos cuervos en el cielo lechoso. Acecha el silencio esperando distinguir el chirrido de una polea, pero solo oye los graznidos de los pájaros y el silbido del viento. Tal como temía, ninguna cuerda surge de la bruma para izar a la tropa hasta la cima.

Landegaard escruta las troneras. Nadie. Al volverse hacia sus notarios para hacerles constar en los registros que el Cervino no responde, su mirada distingue unas formas oscuras tendidas un poco más allá, al pie del precipicio. Golpea con las espuelas los flancos de su montura, que se pone en marcha piafando.

A medida que se acerca, Landegaard se crispa sobre la silla al descubrir que las formas encogidas llevan el hábito de las recoletas. Once cadáveres estrellados contra el suelo. La disposición de los cuerpos indica que las religiosas han caído las unas encima de las otras desde el mismo lugar de la muralla. Landegaard alza los ojos y ve, muy por encima de la masa de las murallas, un parapeto. Imposible caerse con semejante pretil, a no ser que uno lo escale, o que se precipite al vacío.

Landegaard se inclina hacia los cadáveres desde lo alto de su montura, que piafa, nerviosa. A juzgar por la negrura de su piel, las desdichadas han pasado todo el invierno a la intemperie y sus líquidos se han congelado por efecto del frío. Cuando la nieve ha empezado a ablandarse, sus cadáveres se han momificado. De ahí el olor rancio que transporta la brisa y el relativo buen estado de conservación en el que se encuentran.

El inquisidor general desmonta y se inclina sobre una religiosa; sus ojos vidriosos han permanecido muy abiertos por efecto del pánico. Seguramente el vértigo de la caída… No, se trata de otra cosa. Landegaard aparta la toca de la monja; el cuello de la desdichada ha sido devorado hasta los tendones por una potente mandíbula. Examina la herida con la yema de los dedos enguantados. Demasiado ancha para haber sido hecha por un lobo y demasiado estrecha para haberlo sido por un oso. El hielo habría impedido semejante mordedura después de la muerte, y ninguna otra parte de los cuerpos ha sido profanada. Lo que significa que las religiosas fueron mordidas por algo que se abalanzó sobre ellas en la cima de las murallas, algo que les arrancó la garganta antes de que cayeran al abismo. Landegaard ve brillar un objeto entre la carne reblandecida por el deshielo. Saca una pinza del bolsillo, hurga en la herida y, tras extraer el instrumento, lo levanta para exponerlo a la luz. Se queda mirándolo fijamente. Ese objeto que reluce ante sus ojos bajo los rayos del sol poniente es un diente humano.