—Año 1348. En la primavera de ese año de tristeza y de desolación, Landegaard sale de Aviñón con sus notarios, sus carretas celdas y su guardia para hacer el censo de los conventos y los monasterios que han sobrevivido al gran mal. Su misión es doble y cruel; no solo debe comprobar que esas comunidades continúan existiendo, sino también asegurarse de que la desesperación y la soledad no las han hecho establecer comercio con el Demonio. Dispone, pues, de plenos poderes para juzgar y condenar a la hoguera a los monjes y a las religiosas culpables de extravío.
A medida que la voz de Carzo se aleja, Parks tiene la sensación de que su cuerpo deja de alargarse. Ahora sus brazos empiezan a llenarse de músculos duros como sogas. Sus hombros se hinchan con un crujido de cartílagos y de tendones. Su cuello y su cara se ensanchan y, mientras lo que le queda de conciencia se desgarra, tiene la certeza de que el volumen de sus piernas también empieza a aumentar. A continuación, su pubis se estrecha y su vientre se endurece como una piedra. Entre sus muslos ha empezado a crecer un sexo. La voz de Carzo todavía canturrea en la superficie de su mente:
—Una última cosa antes de que se duerma: para poder entrar en plena posesión de la mente de Landegaard, es muy importante que comprenda lo que es un inquisidor en estos tiempos tormentosos. En 1348, esos servidores del Papa son ante todo investigadores, buscadores de verdades. En contra de lo que dice la leyenda, raramente torturan y solo queman como último recurso. Su tarea consiste ante todo en recopilar testimonios y dirigir las investigaciones exculpatorias o incriminatorias, exactamente igual que un juez de instrucción de nuestra época. Por ello, cuando reciben el encargo de instruir un caso particularmente candente en el seno de una cofradía contaminada por el Demonio, suelen presentarse bajo el disfraz de viajero perdido. Una técnica de infiltración que les permite presenciar los desenfrenos de que se acusa a la comunidad en cuestión.
Mientras la voz de Carzo se atenúa progresivamente, Marie siente que una mezcla de olores penetra en sus fosas nasales. Efluvios de sudor y de mugre con los que ni la piedra alumbre ni el polvo de arena han conseguido acabar. Y olor de ropa. Una tela rasposa y tosca que le irrita la piel y que huele a humedad y a leña quemada.
—Esas misiones pueden durar desde unos días hasta varias semanas, y no es raro que a un inquisidor desenmascarado lo maten los miembros de la congregación en la que se ha infiltrado. Lo más frecuente es que los asesinos despedacen el cadáver y dispersen los trozos. Los criminales piensan que, de ese modo, cuando otro inquisidor se presente unos días más tarde con sus carretas y sus guardias, podrán escapar a su justo castigo. Pero ignoran un punto importante de los usos de esta extraña policía de Dios: siempre que un inquisidor infiltrado se siente amenazado de muerte o hace un descubrimiento importante, graba un mensaje en una roca a la salida del monasterio o en el duodécimo pilar del claustro, utilizando un código que solo los demás inquisidores saben descifrar.
A medida que Parks pasa al otro lado, el universo se ensancha de nuevo a su alrededor y otros olores empiezan a flotar en el aire.
Algunas de las hierbas aromáticas más intensas que haya aspirado nunca. Olor de piedra caliente y de hierba mojada. Aromas de setas, de menta y de conífera. Ese día había llovido y la tierra, rebosante de agua, restituía todas las fragancias que la impregnaban. Marie aguza el oído para captar la voz de Carzo, que murmura entre la brisa:
—El inquisidor dispone para ello de un estuche que contiene veinticinco pequeños martillos cuyas cabezas, forjadas en forma de letras del alfabeto, le permiten componer su mensaje grabándolo directamente en la piedra. Sabemos que, debido a la naturaleza secreta de su misión, las recoletas también estaban autorizadas a emplear este procedimiento en caso de peligro. Puesto que el claustro de Nuestra Señora del Cervino no ha resistido al paso de los siglos y al frío, esas marcas es lo que debe buscar con prioridad. Las que seguramente la madre Gabriella dejó tras de sí al huir y las que Landegaard grabó a su paso por el convento para alertar a los miembros de su orden de que seguía su pista a través de las montañas. Y no olvide que el tiempo obra en nuestra contra y que debe volver ineludiblemente antes de que Landegaard se marche del convento…
Silencio. Luego el susurro de la brisa. El chasquido de las gotas que caen de los árboles sobre las hojas secas. Un trueno suena a lo lejos. Los caballos piafan y resoplan en la pendiente. A medida que la voz de Carzo se apaga, lo que queda de la conciencia de Parks detecta nuevas sensaciones: un ruido de cascos, el frotamiento de las riendas en sus manos velludas y llenas de callos, sus antebrazos nudosos y fuertes, sus muslos musculosos contra los flancos del caballo.
Aunque ese día había llovido, ni las gotas sobre su sayal empapado ni el rugido de los truenos habían logrado turbar el descanso del inquisidor general, que dormitaba con la cabeza y la espalda inclinadas sobre su montura. Thomas Landegaard abre los ojos ante el cielo rojizo del atardecer, se yergue y aspira una gran bocanada de aire cargado de olor de pino y helecho. A lo lejos, los picos que dominan el pueblo de Zermatt se recortan en la bruma.
Landegaard esboza una sonrisa. Si Dios quiere, esa noche se acostará en una cama de verdad, con la panza llena de una pata de ese cabrito que uno de sus ballesteros mató hace unas horas. Mientras piensa en esas satisfacciones sencillas, el inquisidor no sospecha ni por un instante lo que le espera.