—¿Está segura de que quiere volver?
Parks mueve lentamente la cabeza en señal de asentimiento. El terror que ha experimentado durante la primera sesión de hipnosis todavía hace latir la sangre en sus sienes. Carzo suspira.
—Lo que me preocupa son los estigmas.
—¿Los qué?
El sacerdote señala los brazos de Parks. La herida con la que ha regresado del trance se reduce ahora a una fina cicatriz en forma de media luna.
—¿Qué es eso?
—Una herida que ha aparecido en el momento en que Caleb atacaba a la madre Gabriella con el puñal. Ha empezado a cicatrizar en el instante en que usted ha despertado. Eso significa que su don es todavía más poderoso de lo que había imaginado y que sus trances son similares a los casos extremos de posesión. Si lo hubiera sabido, no la habría llevado ante los Ladrones de Almas. Por eso le pregunto si está realmente segura de querer ponerse en contacto con el inquisidor general Landegaard. Podría ser peligroso.
—No hasta que él llegue al convento de Bolzano. Leí sus informes secretos en el convento de las recoletas de Denver.
—Una parte de sus informes nada más. Solo Dios sabe si nuestras encantadoras bibliotecarias no destruyeron largos fragmentos.
—Por eso es por lo que quiere enviarme allí, ¿no?
—Sí.
—Entonces, vamos. Pero esta vez sin droga. El padre Carzo saca de su bolsa cuatro correas provistas de grandes hebillas y de cierres de seguridad.
—¿Qué hace?
—Son correas de las que se utilizan en los manicomios.
—Preferiría una pulsera.
—No bromeo, Marie. Cuando estaba en contacto con la madre Gabriella, ha estado a punto de triturarme la mano, y eso que se trataba simplemente de una anciana inofensiva. Ahora va a penetrar en la mente de un inquisidor general en la flor de la vida, un hombre de unos treinta años capaz de matar a un buey con sus manos.
El exorcista pasa las correas alrededor de los brazos y de los tobillos de Parks y las abrocha en la última hebilla sin que la joven tenga ni por un instante la sensación de estar atada. Sin embargo, es incapaz de mover un milímetro los miembros.
—Menudo invento…
—Está ideado para que los trastornados no tengan la sensación de estar inmovilizados en la cama. Eso les evita un aumento de ansiedad. Yo utilizo estas correas para mis pacientes en el estadio último de la posesión. Ninguno se ha quejado por el momento.
Parks intenta sonreír, pero tiene demasiado miedo para conseguirlo.
—Y esta vez, ¿cómo va a traerme de vuelta si las cosas toman un mal giro?
—Todavía no lo sé, pero seguro que se me ocurrirá la manera de hacerlo.
Un silencio.
—¿Está preparada?
Marie cierra los ojos y asiente con la cabeza.
—Vale. Ahora voy a mandarla al 11 de julio de 1348. Es el día que Landegaard llegó al convento. Su Santidad el papa Clemente VI lo mandaba para investigar sobre el silencio de las recoletas del Cervino.
—Un poco lento de reflejos, el tal Clemente.
—Chisss…, no hable. En la época en la que va a despertar, hace casi un año que la Peste Negra arrasa Europa. En Italia y Suiza, la plaga ha dejado tras de sí cientos de miles de muertos, ciudades desiertas y campos donde solo se oye el graznido de los cuervos y el aullido de los lobos.
Mientras las palabras de Carzo invaden su mente como si fueran bruma, Parks siente que su conciencia se disuelve poco a poco. Tiene la impresión de que su cuerpo está alargándose, como si abriera desmesuradamente los brazos y las piernas.