Una vez dentro de los Archivos secretos del Vaticano, Valentina se quita los zapatos de tacón para no borrar los indicios y saborea durante un momento la tibieza del entarimado. Después se pone unos guantes de látex y avanza entre las estanterías de cedro que sostienen hileras de expedientes y de pergaminos ordenados por fecha. Impresionada por el silencio del lugar, tiene la sensación de estar recorriendo los departamentos desiertos de unos grandes almacenes donde se hubiera quedado encerrada durante la noche. Por lo que ha oído decir, en esta sala se encuentran archivados los procesos de Galileo y de Giordano Bruno, así como el discurso de Colón ante los sabios de la Universidad de Salamanca que se negaban a creer que la Tierra era redonda.
Deteniéndose en medio de la sala, deja escapar un suspiro de desaliento. Si de verdad debe encontrar las siete obras de Carzo entre los miles de manuscritos que atestan las estanterías, tiene para años. Así que lo mejor será empezar por descubrir en qué parte de la sala están. Por lo que recuerda, el padre Carzo le dijo a Ballestra que esos manuscritos se encontraban en la «gran» biblioteca de los Archivos. Valentina gira sobre sí misma y cuenta no menos de seis, una de las cuales, inmensa, cubre la totalidad de la pared del fondo.
Con la linterna entre los dientes, pasa un dedo por el suelo que queda delante de las primeras bibliotecas. Ni la menor mota de polvo. Se dirige hacia la sexta, tan alta que está provista de cuatro escaleras de mano con ruedas. Hasta allí, la tarima reflejaba el haz de luz de la linterna tan fielmente como lo habría hecho un espejo. Pero cuanto más se acerca la inspectora a la biblioteca, más intensidad parece perder el reflejo luminoso, como si la naturaleza del suelo estuviera cambiando… o, más bien, como si los que lo han pulido se hubieran detenido ahí. Una película de polvo, cada vez más espesa a medida que el haz luminoso se acerca al pie de la biblioteca, cubre el suelo.
Valentina se agacha y pasa un dedo por la tarima. Unas partículas negras y unos hilos de telaraña se adhieren al guante. Se diría que un pasadizo muy antiguo se ha abierto en ese lugar y ha cubierto la tarima con la suciedad que contenía.
Con ayuda de la linterna, no tarda en localizar unas huellas de sandalia sobre el polvo. Siguiéndolas una a una, el haz de luz se detiene sobre la más alejada: media huella; el resto desaparece bajo la biblioteca. Alguien ha permanecido de pie en medio de la nube de polvo en el momento en que el pasadizo se ha abierto.