Capítulo 136

Arrodillado frente a Parks, que se retuerce en el sillón, el padre Carzo empieza a preocuparse. El trance había empezado bien y la joven parecía dormir plácidamente. Pero unas muecas de terror acaban de aparecer en su rostro, mientras que los músculos de sus brazos se crispan bajo las correas. Y sobre todo, aunque su mente se niegue a admitirlo, el exorcista acaba de darse cuenta de que Parks está envejeciendo. El cambio ha empezado por las facciones, que se han vuelto flácidas, y la piel, que se ha llenado de arrugas. Ahora, su cuello se marchita y su rostro parece descolgarse por completo, como si estuviera fundiéndose.

Carzo intenta achacar esta visión a la temblorosa luz de las antorchas, pero cuando el cabello de la joven empieza a encanecer el sacerdote no tiene más remedio que reconocer que Parks está transformándose. De repente, ella empieza a gritar con una potente voz que no es la suya:

—¡Atrás, malditos! ¡No podéis entrar aquí!

Esas palabras son las que la madre Gabriella acaba de gritar desde lo alto de las murallas a los jinetes que se congregan para tomar por asalto el convento. Monjes errantes sin Dios ni señor, bandidos y herejes degradados al estado salvaje, en esos tiempos de peste en que la ley de la espada ha sustituido a la de Dios.

Escupiendo llamas que lamen los tejados y devoran las vigas de las casas, la hoguera que consume el pueblo de Zermatt ilumina las montañas. Los jinetes han matado a sus habitantes e incendiado las granjas a su paso a fin de no dejar ningún testigo de lo que sucederá más arriba.

Piafando y arañando el suelo con los cascos, un centenar de caballos acaba de detenerse al pie del precipicio cuando la madre Gabriella les repite su advertencia. Los monjes levantan la cabeza al oír el grito que baja por la pared de piedra. Sus ojos brillan como gemas bajo la luna. Un bosque de luciérnagas que Parks contempla mientras la madre Gabriella se inclina en lo alto de las murallas. Luego oye que se eleva una voz de la tropa. Una voz que parece muerta:

—¡Echadnos las cuerdas para que podamos subir! ¡Echadnos las cuerdas o devoraremos vuestras almas!

Las recoletas, apiñadas en las murallas, empiezan a gritar, y la madre Gabriella tiene que dar una voz para hacerlas callar. Luego grita de nuevo dirigiéndose a los jinetes:

—¿Qué venís a buscar a estos lugares, vosotros que os dedicáis a saquear e incendiar como perros vagabundos?

—Vamos en busca de un evangelio que nos robaron y que conserváis indebidamente entre estos muros.

La madre Gabriella se estremece. Acaba de comprender quiénes son esos monjes y qué manuscrito pretenden recuperar.

—Las obras que se encuentran en este convento pertenecen exclusivamente a la Iglesia y todas están marcadas con el sello de la Bestia. Así que seguid vuestro camino si no sois portadores de una orden de requisición de Su Santidad el papa Clemente VI que reina en Aviñón.

—Tengo algo mejor que eso, mujer. Tengo una orden de marcha firmada por la propia mano de Satanás. ¡Echad las cuerdas o, por los demonios que nos guían, nos suplicaréis que os matemos!

—¡Volved con el Diablo, puesto que os envía él, y decidle que yo solo obedezco a Dios!

El alarido de los Ladrones de Almas se eleva por las murallas. Se diría que son miles y que sus voces se superponen hasta el infinito. Luego, mientras se hace el silencio, la religiosa se asoma de nuevo y lo que ve la deja helada hasta los huesos: clavando las uñas en las junturas del granito, los Ladrones de Almas están escalando la pared helada del convento con la misma facilidad que si reptaran sobre ella.

—Marie, ahora tiene que despertar.

El padre Carzo zarandea a la joven. Su respiración es entrecortada y sibilante.

La madre Gabriella corre. Conduce a sus monjas hacia los sótanos del convento. Justo antes de desaparecer en los pasadizos secretos, se vuelve. Petrificadas de terror, varias de sus hermanas se han quedado atrás. Algunas se arrojan al vacío para escapar a su suerte. A las que se arrodillan, llorando, mientras las sombras saltan por encima del parapeto, los Ladrones de Almas les parten el cuello antes de tirarlas por el precipicio.

Carzo levanta los párpados de Parks. Los ojos de la joven han cambiado de color. La droga ha dilatado sus pupilas y su mirada parece muerta, como si su conciencia se hubiera disuelto por completo en la de la recoleta. Una fusión mental extremadamente rara que Carzo solo ha observado hasta entonces en ciertos posesos en el estadio último del Mal. Zarandea a Parks con todas sus fuerzas. Debe encontrar como sea la manera de sacarla del trance; si no, se expone a encontrarse atada a una cama en un hospital psiquiátrico, con la mente atrapada para siempre en la de una vieja religiosa muerta hace más de seis siglos.

—¡Marie Parks! ¿Me oye? ¡Tiene que despertar inmediatamente!

El exorcista se incorpora cuando la mano de Parks salta del apoyabrazos y agarra la suya con una fuerza sorprendente. Intenta liberar sus dedos de esa presión que los machaca, pero se queda petrificado al oír la voz terrosa que escapa de entre los labios inmóviles de la joven:

—Dios mío, están aquí…