Capítulo 133

Valentina enfoca con la linterna el escritorio de monseñor Ballestra. Una luz roja parpadea bajo unos papeles. Aparta un montón de hojas y encuentra un contestador automático; la pantalla indica que hay dos mensajes grabados. El primero, a la 1:02 de la madrugada; el segundo, a las cinco y media, correspondiente a una llamada hecha desde allí a los Archivos. Valentina siente que la ansiedad la invade. Ballestra, despertado a media noche, debió de tardar en responder y por eso el contestador saltó antes de que descolgara. Falta averiguar por qué el contestador grabó también la llamada saliente de las cinco y media de la mañana. Seguramente a causa de un error en la manipulación del aparato. A no ser que el anciano archivista tuviera la costumbre de grabar todas sus conversaciones. Para volver a escucharlas o para anotar una cita después de haber colgado. O bien porque quizá desconfiaba de algo.

Valentina descuelga el teléfono y marca el número de la comisaría central. Un funcionario contesta.

—Diga…

Valentina sonríe al oír que el contestador se conecta automáticamente para grabar la conversación.

—Inspectora Graziano. ¿Algún mensaje?

—No, inspectora, pero el comisario Pazzi quiere que lo llame urgentemente.

Valentina cuelga. La pantalla del contestador indica ahora tres mensajes grabados. Borra el suyo y pulsa la tecla de lectura para reproducir el mensaje de la una de la madrugada, procedente de Denver. Una serie de bips. La voz metálica del archivista suena en el aparato.

La inspectora sigue la conversación hasta que la voz de Carzo se pierde entre los chisporroteos. Después, con los ojos cerrados, se queda un momento escuchando los latidos de su corazón. Si lo que acaba de oír no es fruto de su imaginación, el caso acaba de pasar de un simple crimen a un complot orquestado en el seno del Vaticano. Un billete de ida para el puesto de comisaría. O para el depósito de cadáveres.

La joven examina la telecopiadora. Con un poco de suerte, el archivista no sabía que los fax modernos conservan en la memoria los últimos mensajes recibidos. Valentina pulsa la tecla de reimpresión. De la impresora sale una hoja que la inspectora retira de la bandeja. Bingo. Siete citas correspondientes a siete manuscritos que hay que desplazar en la sala de los Archivos. Se guarda la lista en el bolsillo y pulsa otra tecla para pasar a la grabación automática de la llamada saliente de las cinco y media. El contestador se pone en marcha.

Un tono en el vacío. Un ruido de respiración en el aparato entre tono y tono. Fugazmente. Valentina espera que la voz que va a oír sea la de Ballestra; después recuerda su cadáver torturado bajo los flashes de los forenses en la basílica. Un último tono. Alguien descuelga.

—Archivos del Vaticano, dígame.

Valentina se sobresalta. El mismo acento suizo cortante como un cuchillo y la misma voz que le había respondido cuando ella había pulsado la tecla «bis» del teléfono. La voz del desconocido de las cinco y media de la mañana dice:

—Hecho.

Un silencio.

—¿Quién está al aparato?

—Yo.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Desde dónde me llama?

—Desde su habitación.

—¿Se ha vuelto loco? Cuelgue inmediatamente y borre todas las huellas de su paso. ¿Ha encontrado la lista de citas?

—Estoy buscándola.

—Encuéntrela, por el amor de Dios, y váyase antes de que lo descubran.

Un clic. La voz de los Archivos ha colgado. Valentina saborea la deliciosa sensación de vértigo que se apodera de ella. Ballestra había caído en una trampa, pero antes había descubierto algo que firmaba su sentencia de muerte. Falta descubrir qué era ese algo. Para ello, tendrá que aventurarse en los Archivos del Vaticano.