En el momento en que pierden la esperanza de llegar al final del túnel, Parks y el padre Carzo chocan por fin contra una puerta de roble que cierra el antiguo refectorio del convento. Luchando mientras reciben mordeduras y arañazos, consiguen cruzarla y cerrar el batiente tras de sí ante la masa vociferante de murciélagos. No obstante, una decena de animales han entrado agarrándose a la espalda de los fugitivos. Dos de ellos han clavado sus colmillos en los brazos y el cuello de Carzo; Marie tiene que matarlos para que lo suelten. El resto echa a volar. Parks apunta como en los entrenamientos y les mete dos balas de 9mm en el abdomen. En el refectorio se hace el silencio.
Mientras el sacerdote enciende algunas antorchas, Parks cae de rodillas e inspecciona la habitación con la mirada. El refectorio de las recoletas está excavado en la montaña y mide más de doscientos pasos de largo y unos sesenta de ancho. Cuatro hileras de pesadas mesas colocadas a lo largo ocupan la sala. Allí es donde las recoletas de la Edad Media se reunían para compartir en silencio la bazofia de lentejas que constituía su comida cotidiana.
Al fondo de la sala, un estrado tapizado en rojo todavía sostiene un viejo sillón de madera misteriosamente salvado del deterioro del tiempo. A la derecha, un pupitre y un taburete cubierto con una sábana destacan entre el polvo y los excrementos de rata. La recoleta designada se sentaba allí para mascullar la lectura del día —epístolas terroríficas y fragmentos de Evangelios— entre la barahúnda de las escudillas y las bocas llenas de comistrajo.
Cerrando los ojos, Parks nota que esos viejos olores invaden poco a poco sus fosas nasales y que esos ruidos olvidados se graban en sus oídos. Los pasos del sacerdote se atenúan a medida que su mente se embota.
Cuando abre de nuevo los ojos, el padre Carzo ha desaparecido y una luz mortecina ha invadido el refectorio. Un fuerte olor de cera y de lámpara de aceite flota en el aire glacial. Reprime un grito de estupor al ver a las recoletas sentadas a la mesa. Oye cómo sus zuecos rascan el suelo y ve cómo sus manos se llevan a la boca el comistrajo, que sorben ruidosamente. Parks vuelve la mirada hacia el sillón, ocupado por una religiosa de edad indefinida, con los ojos cerrados. Parece dormir. Junto al estrado, la encargada de la lectura balbucea. Seguramente incomodada por la proximidad de sus hermanas, una religiosa profiere un gruñido animal al que las demás bocas llenas responden con un concierto de carcajadas, risas de locas que la fusta no logra acallar. Chillan, gruñen y barbotan ante los ojos de Marie, a quien se le hiela la sangre mientras en la torre suenan las campanas dando la alarma. Se sobresalta. La puerta del refectorio acaba de abrirse bruscamente y una recoleta entra corriendo. Las comensales dejan caer la cuchara y se vuelven hacia la madre superiora, que acaba de abrir los ojos. Entonces Parks comprende que se trata de la noche en que el convento fue atacado: el 14 de enero de 1348, justo después del primer oficio de la noche.
Parks se tapa la cara mientras las recoletas salen del refectorio gritando. Siente el contacto de todos esos cuerpos y todos esos olores. Se pone rígida. Una mano acaba de cerrarse sobre su hombro.