Capítulo 131

Roma, 14 horas

La inspectora Valentina Graziano cierra la puerta de la habitación de monseñor Ballestra. Un olor de viejo flota en el aire. Por lo que puede ver en la penumbra, la estancia se reduce a una gran cama tapizada en rojo; en la cabecera cuelga un crucifijo adornado con ramas secas. A la derecha, un pesado armario de madera de cerezo maciza, una mesa baja tallada en la misma madera y un aseo separado por una cortina. Sobre un escritorio, un montón de expedientes, un ordenador y una impresora.

Según el informe de los guardias de noche, monseñor Ballestra cruzó el rastrillo de los Archivos hacia la una y media de la madrugada. Una hora extraña para ir a trabajar. «No tanto», le replicó el cardenal Camano en la basílica, antes de añadir que Ballestra padecía insomnio y que empleaba a menudo sus horas de vigilia para sacar trabajo atrasado. Valentina asintió con la cabeza para que el cardenal creyera que se lo había tragado. Una vez fuera de la basílica, llamó a la comisaría central para que le facilitaran la lista de las llamadas telefónicas que el archivista había recibido y hecho entre las nueve de la noche y la una de la madrugada. En el otro extremo del hilo, el comisario Pazzi estuvo a punto de ahogarse.

—¿Estás segura de que no prefieres que pinche los teléfonos de la Casa Blanca?

—Solo necesito saber si la víctima recibió llamadas en las horas anteriores a su asesinato. Me importa un huevo que sea cardenal, astronauta o carnicero canadiense.

—Valentina, te he mandado ahí para garantizar la protección de los miembros del cónclave, no para ponerlo todo patas arriba como hiciste en Milán o en Treviso.

—Guido, si realmente hubieras querido evitar que se organizara un escándalo, habrías mandado a cualquiera menos a mí.

—En cualquier caso, ten cuidado. Esta vez no investigas en un círculo de jueces o de políticos corruptos. ¡Esto es el Vaticano, joder! Así que sé educada con los sacerdotes y persígnate cuando pases por delante de una imagen, o haré que te trasladen a Palermo para hacer de guardaespaldas de los padrinos arrepentidos.

—Deja de decir tonterías y envíame lo que te he pedido.

—Me sacas de quicio, Valentina. Para empezar, ¿quién te dice que lo es?

—¿Que es qué?

—Un crimen.

—Habría que estar bastante desesperado para clavarse uno mismo a doce metros del suelo después de haberse estrangulado y reventado los ojos, ¿no te parece?

—Vale, te lo envío, pero prométeme que te portarás bien.

Diez minutos más tarde, Valentina recibía por SMS la lista de las llamadas que monseñor Ballestra había recibido unas horas antes de morir. Las primeras, de largo las más numerosas, cubrían el lapso de tiempo entre las nueve y las diez de la noche; la mayoría eran llamadas internas del Vaticano, además de algunas procedentes de Roma y de varias ciudades italianas o europeas. Una cantidad normal en esas horas agitadas posteriores al fallecimiento del Papa. Seis llamadas entre las diez y las once. Después, ninguna más hasta la 1.02 de la madrugada. Esa llamada, procedente del aeropuerto internacional de Denver, había despertado al archivista en medio de la noche. Valentina lo comprueba mirando la hora a la que Ballestra había puesto el despertador: las cinco. El anciano era madrugador, no insomne.

La inspectora examina los indicios que Ballestra dejó al salir de su habitación. Las sábanas están revueltas, y sus prendas de dormir, tiradas en el suelo al lado de las zapatillas, que se quitó a toda prisa. Se tomó el tiempo justo de ponerse una sotana y las sandalias. Valentina pasa la mano por el interior del lavabo. Ningún rastro de humedad. Lo mismo en lo que respecta a la boca del grifo y el cepillo de dientes, cuyas cerdas examina con el pulgar.

Levanta un pesado frasco de cristal y huele el perfume que despide: el mismo olor de agua de colonia ambarina e intensa que flota en la habitación. Monseñor Ballestra dedicó un segundo a rociarse la cara con su perfume favorito. Después salió sin acordarse de tapar el frasco.

Ve un teléfono inalámbrico sobre la mesa baja. Se sienta en el borde de la cama, pulsa la tecla «bis» y mira el número que aparece: 789—907. El último de la lista que le ha mandado el comisario Pazzi. Esa llamada, interna del Vaticano, se hizo a las cinco y media de la mañana, o sea, más de cuatro horas después de que Ballestra hubiera desaparecido en los Archivos. Valentina escucha varias veces el tono hasta que alguien descuelga:

—Archivos, dígame.

Un acento suizo cortante como un cuchillo. La inspectora corta la comunicación y deja el aparato sobre la mesa baja suspirando. Una de dos: o bien Ballestra había vuelto para hacer una llamada antes de morir —y en ese caso, ¿cómo era posible que nadie lo hubiera visto salir vivo de los Archivos?—, o bien otra persona había utilizado el teléfono de su habitación, alguien que sabía que Ballestra estaba muerto. Su asesino, por ejemplo.