Capítulo 129

Parks y el padre Carzo han alquilado un 4x4 a bordo del cual circulan a toda velocidad en dirección a Zermatt. A medida que el vehículo engulle las curvas, la joven tiene la impresión de que la masa imponente y fría del Cervino aplasta el horizonte. Se vuelve hacia el sacerdote, que parece preocupado y triste. Hace una hora, tras desembarcar en el aeropuerto de Ginebra, se metió en una cabina telefónica de la terminal con la excusa de que un contacto en el Vaticano debía proporcionarle información importantísima. Parks lo miró mientras marcaba un número y tamborileaba contra el cristal en espera de que su contacto descolgara. Luego vio que su semblante se descomponía; cuando salió de la cabina, ella comprendió que Carzo acababa de perder a un amigo.

Zermatt. Después de dejar el automóvil en un aparcamiento desierto al pie de las pistas, Parks y Carzo se adentran en los senderos de muías que avanzan por los contrafuertes del Cervino. El tiempo es desapacible y las cumbres desaparecen poco a poco bajo un espeso manto de bruma. Las botas de los caminantes crujen sobre la nieve en polvo. Parks, sin aliento, abre la boca para anunciar que no puede recorrer ni un metro más cuando el sacerdote se detiene y señala un punto perdido en la bruma.

—Es allí arriba.

Ella levanta los ojos. Por más que escruta la pared, lo único que distingue es roca gris y helada.

—¿Está seguro?

Carzo asiente. Entrecerrando los ojos, Marie logra ver finalmente la masa gris de una viejísima muralla. Recorre con la mirada la pared y observa que en la roca escarchada no hay ningún agarre. Deja escapar un suspiro que se hiela en el acto.

—¿Desde cuándo está vacío el convento?

—Nunca volvió a estar habitado desde la matanza de las recoletas. Salvo a principios de la Segunda Guerra Mundial, cuando una congregación de hermanas trapenses se refugió en él.

—¿No se quedaron?

—Cuando terminó la guerra, un destacamento del ejército norteamericano hizo saltar los cerrojos del convento. En el interior encontraron los cuerpos de las religiosas, algunos cadáveres mutilados y otros ahorcados. Se cree que las desdichadas se mataron las unas a las otras y que las supervivientes, enloquecidas, devoraron los cadáveres de sus víctimas antes de poner fin a su vida.

—¿Quiere decir igual que las recoletas de Santa Cruz?

El sacerdote no responde.

—Fantástico, gracias por haberme subido la moral. ¿Por dónde atacamos el ascenso?

—Por aquí.

A lo largo del precipicio ven sujetos a la pared unos barrotes de acero que les ayudan a avanzar hacia la cima.