Santidad:
Tras haber afrontado una fuerte tormenta en el mar Egeo, nuestras velas llegaron finalmente a las costas de Tierra Santa al declinar el trigésimo tercer día de travesía. Al doblar la punta de Haifa, vimos que se elevaban unas columnas de humo negro en San Juan de Acre y, mientras nubes de cenizas caían sobre nuestras velas, comprendimos por el terrible hedor que acompañaba el viento que era grasa humana lo que alimentaba esas hogueras.
A una legua del canal, unos extraños ruidos sonaron junto al casco. Asomándonos por la borda, observamos con horror que la proa se abría paso en un océano de cadáveres tan apretados los unos contra los otros que casi no se distinguía la superficie del agua entre los cuerpos.
Finalmente conseguimos entrar en el puerto de Acre, cuyas aguas humeaban. Envuelta en esa bruma de ceniza, la fortaleza parecía una plaza fuerte infernal desde donde demonios con armadura seguían arrojando cadáveres por encima de las murallas. Aquella crueldad desatada nos hizo murmurar que el Diablo se había adueñado de Acre.
Al llegar a las murallas, pedimos ser recibidos por el gran maestre del Temple, a quien vuestra misiva había informado de nuestra llegada. Un jinete se alejó al galope hacia la parte sur de la ciudad, donde el Temple había establecido sus cuarteles; tuvimos que esperar una hora hasta que llegó un mensaje de vuelta dándonos cita al pie de la fortaleza. Sobre un promontorio, a salvo de las miradas, fue donde Robert de Sablé se reunió con nosotros. Yo lo conocía por haberlo visto en numerosas ocasiones en Roma y en Venecia. Por esa razón me quedé impresionado al ver lo mucho que parecía haber envejecido. Al principio achaqué su estado a los combates y a las odiosas ejecuciones de los que el Temple había sido testigo. Sin embargo, al abrazar a Sablé y besarlo sin importarme el olor de carne chamuscada que despedía su túnica, vi en sus ojos enrojecidos que quizá había cometido algo más irreparable todavía que los crímenes perpetrados en esa antesala del Infierno. He aquí, reproducidos, algunos fragmentos de nuestra conversación a la sombra de las murallas. Empecé diciéndole:
—En nombre de Cristo, Robert, os ruego que respondáis sin rodeos a la pregunta que voy a haceros. ¿Habéis cometido la falta de abrir el evangelio que estoy encargado de llevar a Roma? Y en caso afirmativo, ¿es esa imprudencia la causa de este desenfreno de odio y de locura? Si tal es el caso, Robert, si efectivamente habéis leído esas páginas que ningún ojo puede leer sin consumirse, es de temer que, al hacerlo, hayáis liberado unas fuerzas que os superan. Os escucho. ¿Habéis cometido lo irreparable?
Me estremecí al oír la voz que salía de entre los labios del templario.
—Huid, pobre loco, pues Dios ha muerto a la sombra de estas murallas.
—¿Qué habéis dicho, desgraciada criatura?
—He dicho que Dios está muerto y que aquí comienza el reinado de la Bestia. Id a decir a vuestro papa que todo es falso. Nos han mentido, Umberto. Las almas arden eternamente, y es Dios quien alimenta el fuego que las consume.
Entonces, cubriéndose mis archivistas la cara mientras la cosa abría los brazos para insultar al Cielo, lo conminé a devolverme el evangelio y lo amenacé con mandar venir a la Inquisición para que extirpara al Diablo de las murallas de Acre. Él pareció impresionado y, sin duda temiendo mis palabras, me prometió que el manuscrito sería llevado a nuestra nave antes de la noche. No lo creí y, tras volver a bordo después de esa entrevista, os escribo esta carta para haceros partícipe de mis temores.
Crujido de papel. Ballestra desenrolla el último pergamino del correo de Brescia.
Santidad, quedan unas horas antes de la noche y vamos a esperar, reforzando la guardia en las cubiertas, a que Sablé cumpla su promesa. O a que envíe, como temo, a algunos asesinos de su orden para matarnos y arrojar nuestros cadáveres a las hogueras de cuerpos que iluminan la bruma.
Me niego a abandonar el evangelio maldito en unas manos que perecerán teniéndolo en su posesión, de modo que confío nuestro destino a Dios y este correo a mi mejor paloma mensajera a fin de que, si llegáramos a desaparecer, podáis tomar las disposiciones oportunas para restablecer el orden en Acre y extirpar de sus sagradas murallas al terrorífico demonio que la ha convertido en su morada.
20 de agosto del año de Cruzada 1191,
escrito por la pluma
de Umberto di Brescia, caballero archivista
a las órdenes exclusivas de Roma.
Ahí termina el correo del capitán. Según un informe emitido la misma noche por el jefe de la guarnición de Haifa, avistaron a la deriva, mar adentro, una goleta en Llamas que se hundió antes de que las chalupas enviadas en su ayuda consiguieran darle alcance. Ballestra cierra los ojos e imagina sin ninguna dificultad qué ocurrió aquella noche. Sablé, efectivamente, había perdido la razón y los templarios se habían convertido junto con él en adoradores de las fuerzas del Mal.