Otro puñado de pergaminos, que Ballestra acaba de sacar del cubículo de Celestino III. La respuesta al mensaje de Sablé llega a Acre los días 21, 22 y 23 de julio en forma de tal multitud de copias de la misma carta llevadas por tantas palomas mensajeras que el templario comprende de inmediato la importancia de su descubrimiento. El Papa le advierte que la obra no debe ser abierta bajo ningún concepto. Lo previene también de que un destacamento de archivistas se ha hecho ya a la mar para organizar su traslado. Por último, Su Santidad agradece a Sablé su desvelo y le concede mil indulgencias en recompensa por su trabajo.
Una vez tomada buena nota de ello, Robert de Sablé hace un cálculo rápido: puesto que la distancia que separa Acre de Roma no puede ser cubierta en menos de un mes de navegación y las palomas mensajeras ya han consumido de ese plazo cuatro días y tres noches para llegar hasta allí, le queda un poco más de tres semanas para asegurarse de que los secretos que contiene ese manuscrito no podrían servir a su propia causa antes de acabar para siempre en los sótanos del Vaticano. Así pues, acusa recibo a Su Santidad de sus mensajes y se encierra con sus mejores templarios en los sótanos de la fortaleza para estudiar el evangelio.
Barriendo con el haz de luz de la antorcha el cubículo de Celestino III, Ballestra descubre otros documentos guardados en un pesado sobre sellado con cera: una cincuentena de pergaminos llenos de notas tomadas por Sablé a medida que leía el manuscrito en los sótanos de San Juan de Acre.
Orgullosa al principio, la escritura del templario va reduciéndose, a medida que avanzan las páginas, a una especie de garabatos que permiten pensar que Sablé escribía bajo los efectos de un terror atroz. Afirma que ese evangelio está maldito y que ofrece en esas oscuras líneas el testimonio de la existencia de una bestia monstruosa que ocupó el lugar de Jesucristo en la Cruz. Jesús, el hijo de Dios, y Janus, el hijo de Satanás. Sablé afirma también que, después de haber degollado al destacamento romano encargado de la crucifixión, unos discípulos que asistieron a la negación de Cristo se apoderaron del cadáver de Janus y huyeron con él. Por último, Sablé asegura que la hora de la Bestia se acerca y que ninguna montaña es suficientemente alta para detener el viento que se levanta.
Ballestra constata que los últimos pergaminos redactados por Sablé están totalmente llenos de caracteres sin espacio entre sí ni párrafos independientes. Un amontonamiento continuo de letras microscópicas sin puntos ni comas, donde el gran maestre del Temple explica que en las últimas páginas del evangelio ha descubierto un secreto tan terrorífico que no se atreve a plasmarlo por escrito. Después anuncia que ese día mandará un destacamento de templarios a un lugar oscuro, al norte de Tierra Santa, donde, según él, se encuentra la prueba de sus declaraciones. Las últimas palabras de Sablé reflejan tal desesperación que Ballestra, pronunciándolas en voz baja, comprende que el templario ha perdido la razón:
—Dios está en el Infierno. Manda sobre los demonios. Manda sobre las almas condenadas. Manda sobre los espectros que vagan por las tinieblas. Todo es falso. ¡Oh, Señor! ¡Todo lo que nos han dicho es falso!
El archivista se inclina para registrar el resto del cubículo del papa Celestino III. Solo queda un pergamino, del que desata la cinta con nerviosismo. Se trata de una carta de Umberto di Brescia, capitán archivista al mando del destacamento enviado a Acre para trasladar el evangelio. Va dirigida al Vaticano, y Brescia la escribió unas horas antes de morir.
Ballestra se sienta con las piernas cruzadas en el suelo y escucha su propia voz, que se eleva en la oscuridad como si, atravesando los siglos, fuera el propio Brescia quien releyera esa carta antes de mandarla a Roma.