Ballestra hace una genuflexión antes de descorrer la cortina de terciopelo que protege la correspondencia secreta de León Magno. Rollos y pergaminos aparecen bajo el haz de luz de su linterna. El archivista los coge uno tras otro y los deja sobre el escritorio. El papel cruje entre sus dedos mientras los desenrolla con precaución. Los documentos son tan antiguos que la tinta utilizada para redactarlos se reduce ahora a unos reflejos azulados.
El archivista empieza analizando los correos secretos que León dirigió a Atila en el año 452, cuando los hunos amenazaban Roma. Cortas misivas en las que se hablaba de los preparativos de su futuro encuentro en las colinas de Mantua.
El mensaje siguiente data del 4 de octubre de 452, el día posterior al encuentro. León Magno acaba de regresar a Roma con dos carretas cargadas de pergaminos que Atila le ha devuelto en muestra de respeto. El cargamento de papel procede de los monasterios de Oriente saqueados por los hunos. León se encierra en sus aposentos, de los que no sale hasta una semana más tarde, exhausto y más delgado.
Ballestra registra el cubículo y encuentra varios rollos más, de los que rompe los sellos. León Magno consignó páginas enteras de notas tomadas durante la lectura de un manuscrito maldito encontrado en las carretas de Atila, un texto tan lleno de negrura que el Papa decidió enviarlo lo más lejos posible de Roma. Con este fin, lo entregó a la joven orden de los archivistas, que acababa de crear; sus primeros miembros escoltaron la obra hasta un viejo monasterio cercano a Alepo, donde cayó de nuevo en el olvido.
Antes de cerrar el cubículo, Ballestra desenrolla un último pergamino cuyo papel agrietado por el tiempo recoge una especie de testamento. No, más bien una advertencia que Su Santidad dirige a sus sucesores bajo el sello del secreto absoluto.
La carta data del 7 de noviembre de 461, es decir, tan solo tres días antes de la muerte de León Magno. Las líneas están casi borradas y en algunos lugares los surcos trazados por la pluma ya no contienen sino polvo de tinta. Por lo que Ballestra consigue leer, Su Santidad describe a sus futuros sucesores el terrible contenido del manuscrito descubierto en las carretas de Atila. Según él, se trata de un testimonio de la muerte de Jesucristo, un evangelio que insulta gravemente al Creador sustituyendo la historia del Mesías por otra. Según ese texto, Jesucristo renegó de Dios en la cruz y se transformó en un animal vociferante y blasfemo que los romanos se vieron obligados a rematar a bastonazos. Entonces aparecieron señales en el cielo y un denso humo negro se elevó desde la cruz hacia las nubes: el humo negro de Satán.
Los ojos del archivista se agrandan al descubrir un grabado que el Papa realizó con estilete en una lámina de cobre. Es una reproducción del retrato que ilustra la guarda del manuscrito, y representa a un Cristo con la boca torcida por el odio y el sufrimiento que maldice a la muchedumbre y al Cielo. Debajo de ese grabado, León copió también un significado oculto del titulus que supuestamente los romanos clavaron sobre la cabeza de la cosa: Ianus Rex Infernorum. «Este es Janus, rey de los Infiernos». Ballestra se sobresalta al leer el título que León Magno puso a ese manuscrito que no tenía ninguno: el evangelio de Satán. El archivista cierra los ojos. Por tanto, lo que todos habían tomado por una leyenda funesta, ese Mesías de las tinieblas que gritaba en la cruz y ese evangelio salido del Mal que daba testimonio de su historia, estaba probado.