Capítulo 115

Ciudad del Vaticano.

1:30 horas

Monseñor Ballestra atraviesa las inmensas salas con columnas de la biblioteca del Vaticano, donde generaciones de archivistas han depositado la memoria escrita de la humanidad. Estantes que se extienden hasta el infinito sostienen hileras de obras que los copistas de siglos anteriores ejecutaron para salvar su contenido de los desastres del tiempo. Miles de obras de arte cuyos originales descansan en paz en las salas subterráneas.

Al fondo de la última sala, un rastrillo de acero marca la entrada en el perímetro reservado a los archivistas juramentados. Al acercarse Ballestra, dos colosos con jubón azul y sombrero de tres picos descruzan las alabardas y levantan el rastrillo. Al otro lado, una escalera de peldaños desgastados por millones de pisadas conduce a los archivos secretos. Ahí, en ese laberinto de sótanos y de salas oscuras, es donde los archivistas depositan desde hace siglos los expedientes más secretos de la Iglesia.

Al llegar al pie de la escalera, monseñor Ballestra empuja una puerta de hierro por la que se accede a una gigantesca sala llena de bibliotecas y de cajas fuertes. El lugar, desierto a esas horas en que los equipos de día todavía no se han incorporado a sus puestos, huele a polvo y a tarima encerada. El prelado se detiene en el centro de la sala. Si las informaciones del jesuita de Manaus son ciertas, ahí es donde debería estar la entrada de la Cámara de los Misterios.

Según la leyenda, esa sala secreta fue construida en la Edad Media para depositar los tesoros de las cruzadas. Los guardias emparedaron al arquitecto para que el secreto no saliera jamás de allí. Un secreto que se transmitía desde entonces de un papa a otro, siguiendo el procedimiento del sello pontificio: cada vez que moría un papa, el camarlengo pronunciaba el sede vacantis, la vacante de la Santa Sede, iniciando así un período de luto y de cónclave durante el cual no se podía tomar ninguna decisión importante. Los cardenales se limitaban a despachar los asuntos corrientes; acto seguido, el camarlengo se presentaba en los aposentos del papa y condenaba la caja fuerte que contenía las cartas y los secretos que únicamente su sucesor tendría derecho a leer.

Cada uno de esos documentos estaba cerrado con un sello de cera con la marca del anillo pontificio. Dicho anillo era destruido por el camarlengo en el momento en el que daba fe del fallecimiento del papa, de modo que nadie podía sellar o desellar los documentos secretos mientras la Santa Sede se hallaba vacante.

En el instante en que el sucesor era elegido, los orfebres del Vaticano fundían otro anillo con la efigie del nuevo pontífice. Este último, acompañado del camarlengo, se dirigía entonces a sus aposentos y asistía a la apertura de la caja fuerte para asegurarse de que no había sido roto ningún sello durante el cónclave. A continuación rasgaba los documentos que deseaba consultar y después volvía a cerrarlos con su propio sello. De esta forma, el nuevo papa no solo estaba seguro de que nadie más que él había tenido acceso a esos documentos, sino que también sabía cuándo y qué papa había consultado determinado documento por última vez. Esa huella característica podía buscarse en el gran libro de los sellos pontificios para saber a qué papa correspondía.

Gracias a ese ingenioso procedimiento, los papas habían podido transmitir durante siglos a sus sucesores los secretos que no debía leer nadie más que ellos: la revelación de los doce grandes misterios, las advertencias de la Virgen, el código secreto de la Biblia, los siete sellos del fin de los tiempos y los informes confidenciales sobre los complots del Vaticano. De esta manera, si por ejemplo un papa temía por su vida y quería advertir a otro de un peligro que también podía amenazarle a él, el sello pontificio era el procedimiento utilizado para que el mensaje atravesara los siglos.

Pero a los pontífices les gustaba tanto transmitirse secretos que la caja fuerte podía llenarse hasta las topes. Según la leyenda, Su Santidad tomaba entonces un pasadizo secreto que unía sus aposentos con la Cámara de los Misterios, donde guardaba parte de esos documentos en los cubículos de sus predecesores. De ahí los mitos que rodeaban esa sala misteriosa, que generaciones de prelados habían situado unas veces bajo la tumba de san Pedro y otras en las catacumbas o en las alcantarillas de Roma. Esa misma sala que Ballestra está a punto de descubrir. Esa idea lo sume en una gran turbación mientras se dirige hacia la inmensa biblioteca que cubre la pared del fondo. Ahí es donde se conservan la mayoría de los originales de los manuscritos de la Iglesia. El banco de datos de los archivistas.

Ballestra, inmóvil ante los anaqueles, se concentra. Las campanas de Santa María la Mayor suenan a lo lejos. Las de San Lorenzo Extramuros responden. Armado con la lista de citas enviada por el padre Carzo, el archivista se sube a una de las escaleras de madera de boj con que cuenta la biblioteca y localiza fácilmente las obras a las que corresponden. El peso de los siete libros polvorientos, que su mano extrae uno tras otro unos centímetros, acciona el disparador característico de los viejos mecanismos de ruedas.

Ballestra ha bajado de la escalera y acaba de mover el séptimo libro, situado a una altura accesible desde el suelo, cuando un crujido sordo se produce en el conjunto de los estantes. Sigue un interminable chirrido de poleas y de cubos procedente de las profundidades de la pared. Retrocediendo unos pasos, el archivista ve que la pesada biblioteca se separa en dos entre una nube de polvo y abre el paso a la Cámara de los Misterios; el aire viciado escapa como el suspiro de un gigante.