Monseñor Ballestra enciende la lámpara de la mesilla de noche y se pone las gafas.
—Alfonso, ¿dónde demonios te habías metido? El cardenal Camano está buscándote por todas partes. Estábamos preocupadísimos.
—Le llamo desde el aeropuerto internacional de Denver. Voy a tomar un avión que despega ahora mismo hacia Europa.
—La Santa Sede está vacante, Alfonso. Su Santidad nos dejó ayer al término de una breve agonía.
—Estoy al corriente y es una noticia todavía peor de lo que usted puede imaginar.
—¿Cómo podría ser peor?
—Escúcheme atentamente, monseñor. Han asesinado a los jesuitas de Manaus. Justo antes de morir, su superior tuvo tiempo de revelarme la existencia de una conspiración en el seno del Vaticano. Una cofradía secreta que al parecer se hace llamar el Humo Negro de Satán.
Silencio de Ballestra.
—Es una historia muy antigua, Alfonso. Y no creo que sea el momento de resucitarla.
—Yo creo, por el contrario, que no puede haber un momento más oportuno, monseñor. Pero primero necesito que abra los archivos secretos de los papas. Necesito saber sin falta lo que las recoletas de la Edad Media descubrieron justo antes de la matanza de su comunidad del Cervino.
—Alfonso, esos archivos son absolutamente secretos, tanto como las revelaciones de la Virgen o los siete sellos del fin de los tiempos. Nadie puede acceder a ellos, salvo Su Santidad. Y de todas formas, nadie sabe dónde están.
—En la Cámara de los Misterios, monseñor, es ahí donde hay que buscar.
—Hijo, esa cámara es una fantasía. Todo el mundo habla de ella, pero nadie sabe si alguna vez existió.
—Existe. El superior de los jesuitas de Manaus me indicó el lugar donde se encuentra y la combinación para abrirla.
—¿La combinación?
—En este momento estoy enviándosela por fax.
Ballestra se levanta de la cama y se acerca a su mesa de trabajo. La telecopiadora se pone en marcha. Por el aparato sale una hoja de papel que el archivista lee en diagonal.
—¿Citas en griego y en latín?
—Cada una corresponde a una obra que hay que desplazar en los estantes de la gran biblioteca de los Archivos para accionar el mecanismo de la Cámara.
Ballestra deja escapar un suspiro.
—Alfonso, si esa cámara existe y contiene realmente los archivos secretos de los papas, estarán cerrados con un sello de cera con la marca del anillo de Su Santidad. Romper ese sello supone la excomunión para quien lo haga. Y más en estos dolorosos momentos en que la Sede está vacante.
—Monseñor, es absolutamente imprescindible que disponga de esa información. Es una cuestión de vida o muerte.
—No lo entiendes, si me pillan leyendo esos secretos, me juego mi carrera.
—Con todos los respetos, es usted quien no lo entiende. Si lo que me temo es cierto y el Humo Negro de Satán está extendiéndose de nuevo por el mundo, nos jugamos todos mucho más que nuestra carrera.
Monseñor Ballestra contempla la esfera luminosa de su despertador.
—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde puedo encontrarte?
—Le llamaré yo. Dese prisa, monseñor, porque el tiempo apremia y…
Un largo chisporroteo cubre la voz de Carzo. Ballestra hace una mueca.
—¿Alfonso?
—… una última cosa importante: no se fíe del cardenal… es él quien… ¿me oye?
—Oiga… ¿Padre Carzo?
La comunicación acaba de cortarse. Perplejo, Ballestra mira un instante el teléfono preguntándose contra quién ha intentado ponerle en guardia Carzo. Después ve de nuevo las bandadas de cuervos que sobrevuelan el Vaticano y la sangre del Tíber que inunda las calles. Es inútil esperar volver a dormirse esa noche.