Capítulo 110

Marie corre lo más deprisa que puede por los sótanos. Resbala varias veces sobre el suelo mojado y sigue en pie solo gracias a la mano del sacerdote, que le sujeta el brazo. Han recorrido más de cuatrocientos metros entre tinieblas y ahora la joven está convencida de que las religiosas han renunciado a perseguirlos. Sin aliento, trata de ir más despacio dejándose tirar del brazo, pero el padre Carzo la obliga a mantener el mismo ritmo.

—No se le ocurra detenerse.

En ese momento, Parks oye un lejano chasquido de sandalias. El sacerdote aumenta la velocidad.

—¡Corra! ¡Corra tan deprisa como pueda!

Aguzando el oído a través de los silbidos de su respiración, Parks capta el rumor que acompaña el ruido de las sandalias. Gritos y gruñidos. Las recoletas se acercan. ¿Cómo pueden unas viejas religiosas correr tan deprisa? «No corren. Galopan».

La voz de Carzo retumba de nuevo en las tinieblas.

—¡No, Marie! ¡No se le ocurra volverse!

Demasiado tarde. Como una niña perseguida por un monstruo, no ha podido evitarlo. Y lo que ve está a punto de dejarla paralizada. Antorchas. Viejas cosas con cuerpos retorcidos galopando a cuatro patas a una velocidad inaudita y profiriendo gruñidos de animal. A la cabeza de esa jauría, la madre Abigaïl salta profiriendo ladridos de cólera. Esa visión arranca a Marie un sollozo de terror.

Distingue una luz gris a lo lejos. El corazón se le acelera. La salida del sótano se recorta en la blancura del amanecer. Entonces echa a correr lo más deprisa que puede concentrándose para no oír los aullidos de las recoletas que se acercan. Pero las cosas que galopan por el sótano callan de golpe. Sus sandalias continúan restallando, pero ellas ya no ladran, reservan el aliento para dar alcance a sus presas antes de la salida del túnel.

Abigaïl ha acelerado de pronto y se ha despegado de la jauría. Parks oye cómo entrechocan sus mandíbulas unos metros detrás de ella. Entonces, como una niña extenuada, siente que las fuerzas la abandonan. Tiene ganas de dejar de correr y arrodillarse en el suelo. El padre Carzo la obliga a continuar.

—Aguante, Marie, ya casi hemos llegado.

La salida está a treinta metros escasos. La joven ya no siente la mordedura de los calambres que agarrotan sus piernas ni el ácido que satura sus músculos. Corre pisando los talones al sacerdote y respirando por la boca como una velocista.

A medida que las tinieblas se aclaran, los gruñidos de la madre superiora se transforman en aullidos de rabia y luego en chillidos de terror. Los restallidos de las sandalias se espacian y dejan paso a un clamor cuyo eco llena el sótano mientras Parks y el padre Carzo salen por fin al aire libre.

El alba tiñe de rojo las montañas cargadas de nieve. La tormenta ha pasado. Ladridos rabiosos y gritos de dolor resuenan en el túnel. Mientras, hundiendo las botas en la nieve, baja con el sacerdote la pendiente que conduce al aparcamiento, Parks tiene la impresión de que las recoletas están devorándose las unas a las otras.