Capítulo 102

Mientras emerge poco a poco de su sueño, Marie interroga mentalmente los contornos de su cuerpo. Suspira. La visión ha terminado. Solo la posición en la que se encuentra parece plantear problemas: si se fía de las informaciones que su cerebro está desmenuzando, ha debido de caerse del camastro mientras dormía.

Aspira los olores que flotan a su alrededor. El hedor de la recoleta y las vaharadas de cera caliente que saturaban la celda han desaparecido. En su lugar, Parks detecta un extraño olor de petróleo y madera, el mismo que en su sueño. El aire seco de la celda ha dejado paso a una atmósfera mucho más fresca. Mucho más amplia también. Presta atención. Un carillón suena a lo lejos. Sus manos palpan el suelo. El cemento de la celda ha desaparecido.

Parks abre los ojos y a duras penas consigue reprimir un grito de terror al constatar que está arrodillada sobre el entarimado polvoriento de la biblioteca. Contempla la lámpara de petróleo, cuya llama brilla bajo el globo de cristal. Se levanta. Fuera continúa la tormenta. Los olores, el frescor del lugar, todo es exactamente igual que en su sueño. La joven se muerde los labios: Ha debido de ser víctima de un episodio de sonambulismo durante el cual ha repetido todo lo que la recoleta hizo aquella noche. Marie se aferra a esa certeza. La prueba de que su teoría es correcta es que nota un peso en un bolsillo de los vaqueros. La llave que la recoleta cogió de encima del armario. Parks ha debido de cogerla dormida. Sí, es eso, solo puede ser eso. Está casi convencida cuando un dolor la obliga a hacer una mueca mientras saca la mano del bolsillo; un dolor punzante donde se unen los dedos índice y medio. Parks mira el feo arañazo que la recoleta se hizo aquella noche con el clavo. La herida todavía sangra. Se envuelve la mano con un pañuelo e intenta calmarse. Ha repetido tan al pie de la letra los gestos de la difunta que también se ha arañado corriendo por la galería que conduce a la biblioteca. Sí, esa es la explicación.

«Joder, Marie, la explicación es otra y tú lo sabes perfectamente».

Coge la lámpara y hace girar la ruedecilla hasta el tope. Un fuerte olor de petróleo se extiende. Sosteniendo la lámpara con el brazo extendido, contempla las sombras que oscilan al borde del halo y se queda petrificada al ver la reproducción de La Pietà de Miguel Ángel. Nota sus dedos en contacto con la superficie lisa del mármol. El rostro de la Virgen. Miguel Ángel lo representó juvenil, casi infantil, para acentuar el carácter puro e inmortal del personaje. Tiene una expresión tan triste que Parks casi llega a sentir su pesar. También su cólera. Rozando los labios fríos de la Virgen, asciende hasta los ojos de mármol.

«Aquí es donde tiene que apretar para abrir el pasadizo que conduce al Infierno».

Así que Parks aprieta. Los ojos de la Virgen se hunden en el mármol. Un chasquido. Una trampilla acaba de aparecer en el entarimado. El paso hacia la zona prohibida de la biblioteca, ese lugar secreto que las recoletas llaman el Infierno.

Marie ilumina el interior de la trampilla y ve una escalera de granito. Se queda un instante inmóvil aspirando los olores de moho y de salitre que ascienden hasta ella, antes de poner un pie en el primer peldaño y, sosteniendo la lámpara por encima de su cabeza, adentrarse en las tinieblas.

Parks ha llegado al décimo peldaño cuando un ruido la sobresalta. Acaba de apoyar el pie en un mecanismo de resorte. Un chirrido sobre su cabeza. La pesada trampilla baja y se cierra ruidosamente. Marie deja escapar una risita nerviosa.