Es un trabajo inglés del siglo XIX. Su autor describe el hallazgo de miles de tablillas de barro durante las excavaciones de la antigua ciudad mesopotámica de Nínive. En la undécima tablilla, los arqueólogos descubrieron la epopeya del rey sumerio Gilgamesh. Según la leyenda, Gilgamesh partió en busca del único superviviente de un gigantesco cataclismo que al parecer asoló la Tierra en el año 7500 antes de Cristo: unas lluvias torrenciales que provocaron el desbordamiento de los mares y los océanos.
También según las tablillas de Nínive, justo antes de la catástrofe, el dios sumerio Ea advirtió en sueños a un personaje legendario llamado Utnapishtim del cataclismo que iba a producirse. Así pues, tal como Ea le ordenó, Utnapishtim construyó una inmensa nave en la que metió una pareja de cada especie animal, así como una semilla de todas las plantas y de todas las flores que cubrían la Tierra. Parks nota que se le hace un nudo en la garganta. Lo que está leyendo es el Diluvio del Antiguo Testamento, el Arca de Noé salvando a los animales de la cólera de Dios, el relato del amanecer del mundo.
Con nerviosismo, la joven hojea la obra siguiente: una traducción del Satapatha Brahmana, uno de los nueve libros sagrados de los hindúes, que data del siglo VII antes de Cristo. En ese relato, con numerosas notas hechas por la monja, Noé se llamaba Manu y era la diosa Visnú disfrazada de pez quien le advertía de la inminencia del Diluvio y le ordenaba construir una embarcación. En esta ocasión no intervenía la cólera de Dios sino lo que los hindúes llaman el soplo de Brahma, el que crea espirando y luego destruye su creación inspirando el aire que le servirá para su siguiente creación.
Con soplo de Brahma o sin él, la cuestión era que el cielo se incendió y, después de que siete soles ardientes hubieran secado la tierra y los océanos, llovió a mares durante siete largos años. Una vez más, el número siete.
Parks enciende otro cigarrillo con la colilla del primero. En el libro siguiente, el Noé de los persas se llama Yima y es el dios Ahura Mazda quien le advierte de la inminencia del peligro. Yima se refugia entonces en una fortaleza con los mejores hombres, los animales más hermosos y las plantas más generosas. Sigue un terrible invierno, al término del cual toda la nieve acumulada empieza a fundirse y cubre el mundo con una gruesa capa de agua helada.
Marie deja el libro sobre el camastro y pasa al siguiente: una obra escrita por unos etnólogos, que resume un siglo de exploraciones entre las tribus más alejadas del planeta. En todas partes, desde los grandes desiertos australianos hasta las selvas más espesas del continente sudamericano, habían encontrado el relato de un diluvio que se remontaba a varios siglos antes del nacimiento de Jesús. Como si las culturas más arcaicas hubieran sufrido una catástrofe que se había hecho legendaria, pero que se había producido realmente en tiempos inmemoriales.
Esos eran los libros de cabecera de la religiosa. Parks se dispone a cerrar el último cuando una frase escrita en el margen por la recoleta atrae su atención:
El Sin Nombre vuelve.
El Sin Nombre siempre vuelve.
Creemos que ha muerto, pero vuelve.
«Creemos que ha muerto, pero vuelve…». Eso es lo que la madre Abigaïl había mascullado cuando Parks le habló de Caleb.