Capítulo 94

—Le dejo la antorcha y un puñado de velas. Hágalas durar volviendo a poner los regueros de cera en la llama, porque no dispondrá de ninguna otra fuente de luz.

Deteniéndose en el hueco de la puerta, Parks aspira el aire viciado de la celda. Luego se vuelve hacia la religiosa.

—¿Y usted?

—Yo ¿qué?

—¿Cómo encontrará el camino?

—No se preocupe por eso. Ahora duerma. Volveré cuando amanezca.

Tras pronunciar estas palabras, la anciana religiosa cierra la puerta con dos vueltas de llave. Cuando el arrastrar de sus sandalias sobre el suelo deja de oírse, Parks se pone en tensión al percibir un lamento lejano que se filtra a través de las paredes. Gritos humanos. Cierra los ojos. No puede ceder al pánico, al menos en plena noche. Y mucho menos en un convento de viejas locas encaramado a dos mil quinientos metros de altitud en medio de ninguna parte. Marie esboza una sonrisa. El ruido del viento que sopla fuera; es eso lo que ha tomado por gritos. Desde el despacho de la madre Abigaïl, en la planta baja, ha subido siguiendo a la religiosa setenta y dos peldaños de una escalera de caracol. Por lo tanto, debe de estar en algún lugar entre el segundo y el cuarto piso del edificio, en la cara expuesta a la tormenta. Ráfagas de viento que ningún obstáculo detiene se precipitan con fuerza sobre el convento como si fuera la cubierta de un barco. Mientras oye cómo los elementos se desencadenan, Parks se siente casi tan sola como cuando estaba prisionera del coma. El silencio dentro y los mugidos lejanos del mundo fuera.

Una burbuja de cera estalla en la superficie de la antorcha y hace saltar astillas prendidas que crepitan sobre el suelo. Marie las aplasta con un pie. Después levanta la antorcha y examina lo que será su refugio hasta el final de la tormenta.

Las paredes están hechas con bloques de granito encalados donde han atornillado una hilera de percheros de hierro. Una cruz potenzada, medio borrada por innumerables pisadas, está pintada en el suelo. Una cruz azafrán y oro, símbolo de las recoletas. Parks se queda inmóvil en el centro. Al fondo de la celda, ve un calendario colgado sobre un camastro y una mesilla de noche en la que hay apiladas varias obras polvorientas. A la izquierda, un bloque de piedra empotrado en la pared y un taburete de madera sirven de mesa de estudio. En la esquina derecha, una palangana con el esmalte cuarteado y un viejo aguamanil hacen las veces de cuarto de baño. Arriba, un espejo salpicado de óxido refleja un crucifijo colgado en la pared de enfrente. Un armario metálico gris y frío completa el mobiliario.

Parks dispone de una decena de velas en los candeleros que adornan la mesa de piedra. Frota una cerilla y contempla la bolita de azufre que prende entre sus dedos. Luego enciende una a una las velas, haciendo muecas de dolor mientras la cerilla se consume. Las tinieblas oscilan y un delicioso perfume de cera caliente se extiende por la celda. Marie finaliza su inspección. Ni servicio ni agua corriente. Ni un solo retrato ni fotos en blanco y negro de la antigua vida de la recoleta. Ningún recuerdo de lo que era antes de tomar los hábitos, como sí su memoria hubiera sido borrada cuando las puertas del convento se cerraron a su espalda.

La joven examina el calendario clavado en la pared, uno de esos cuyas páginas se arrancan para pasar al día siguiente: sábado 16 de diciembre, fecha de la muerte de la recoleta. Desde entonces, nadie había tenido valor para arrancar las hojas. Seguramente por superstición. Marie las pasa hasta llegar al día actual. Un montón de hojas que desprende cuidadosamente antes de contarlas: han trascurrido sesenta y tres días desde la muerte de la recoleta. Marie abre el cajón de la mesilla de noche y deja caer las hojas en su interior. Después se sienta en el camastro y se interesa por los libros que la anciana religiosa consultaba unas horas antes de su fallecimiento, obras sobre los mitos fundadores de las religiones. Parks enciende un cigarrillo y abre uno al azar.