Capítulo 93

El corredor se ilumina a medida que las dos mujeres se aproximan a la cima. La salida del pasadizo, una mancha gris en la oscuridad, se amplía y Parks distingue de nuevo los copos que danzan al aire libre.

Un viento glacial las envuelve. Pestañeando, Marie distingue los edificios que enmarcan el claustro al que acaban de llegar. Unas estatuas de cemento desaparecen bajo una gruesa capa de nieve. Crucificado en el centro del patio, un gigantesco Cristo con los ojos muy abiertos las mira pasar. Examinándolo de reojo, Parks se pregunta qué deben de sentir las recoletas, que recorren las baldosas del claustro trescientos sesenta y cinco días al año ante la mirada glacial de esa figura de bronce.

La religiosa avanza bajo las columnas del claustro. Marie constata, por las huellas que deja en la nieve, que la anciana lleva unas simples sandalias de cuero muy gastadas. La recoleta sacude las suelas para que la capa de nieve se desprenda. Después cruza un porche de piedra que marca la entrada del edificio principal. Parks sacude también sus zapatos dando golpes con la punta contra la escalinata del convento. Sintiendo la mirada de Jesucristo en su espalda, se adentra en un amplio pasillo que huele a polvo y a cera. En las paredes, retratos de los grandes santos se codean con bustos de escayola y escenas de la Pasión. Vuelve a encontrar la mirada del crucificado en los innumerables cuadros que roza en la penumbra; cólera y desesperación, eso es lo que puede leer en el reflejo que el artista ha capturado en los ojos de Jesucristo. Se vuelve una y otra vez; dirijan donde dirijan las recoletas la mirada, el ojo de Dios las observa.

—La madre Abigaïl va a recibirla.

Parks se sobresalta al oír a la recoleta en el otro extremo del pasillo. Ha dejado la antorcha y empuja una pesada puerta entornada a través de la cual se entrevé un despacho con las paredes forradas de tapices antiguos.

La joven entra y aspira el fuerte olor de cera que flota en la habitación. Un fuego crepita en la chimenea. Mientras la puerta se cierra, ella avanza, haciendo crujir el entarimado, hacia un escritorio de roble sobre el que han colocado unos viejos candelabros cuyas velas desprenden aroma de miel. Erguida en su sillón, la madre Abigaïl mira cómo Marie se acerca. Una viejecita de una fealdad sorprendente y de facciones tan duras que parecen talladas en hielo. Sus mejillas están surcadas por finas cicatrices verticales que recuerdan esas heridas que las locas se hacen con las uñas.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Soy la agente especial Marie Parks, madre, la encargada de investigar el asesinato que se cometió en su convento.

Abigaïl desecha esa respuesta con gesto irritado.

—¿Le ha dicho a la religiosa que la ha traído hasta aquí que la cosa que mató a nuestra hermana ha muerto en Hattiesburg?

—Sí, madre. Fue abatido por los agentes del FBI. Se llamaba Caleb y era monje.

—Es mucho más que un monje.

La madre Abigaïl deja escapar un suspiro de inquietud.

—Además, ¿cómo puede estar segura de que fue él quien asesinó a nuestra hermana?

—Gracias a las mujeres que lo perseguían. Unas religiosas a las que el Vaticano había enviado para que siguieran su rastro.

—¿Quiere decir que Mary-Jane Barko y sus hermanas acabaron por encontrarlo?

—No, madre. Caleb las secuestró una tras otra y las crucificó.

—¿Dónde está ahora?

—En el depósito de cadáveres del hospital Liberty Hall de Boston.

La madre Abigaïl se pone rígida, como si su cuerpo hubiera sido atravesado por una brusca descarga eléctrica.

—¡Dios mío! ¿Está diciéndome que no lo han incinerado?

—¿Deberíamos haberlo hecho?

—Sí. Si no, volverá. Siempre vuelve. Creemos que ha muerto, pero vuelve.

—¿Qué es lo que vuelve, madre?

La anciana religiosa sufre un acceso de tos y se cubre la boca con la mano. Cuando toma de nuevo la palabra, Parks advierte que sus bronquios emiten un silbido ronco; la madre Abigaïl tiene un enfisema.

—Agente especial Marie Parks, ¿por qué no me explica la razón exacta de su presencia entre nosotras?

—Tengo que examinar las obras en las que trabajaba la monja antes de que fuera asesinada. Estoy convencida de que la clave de estos crímenes se encuentra en algún lugar de la biblioteca de su convento.

—Al parecer, no tiene ni idea del peligro que la amenaza.

—¿Significa eso que no lo permitirá?

—Significa que necesitaría al menos treinta años de estudios para comprender algo de esas obras.

—¿Ha oído hablar de los Ladrones de Almas?

La madre Abigaïl se hunde en el sillón y Parks capta de inmediato las vibraciones de terror en su voz.

—Hija, hay palabras que no es prudente pronunciar en plena noche.

—¿Y si nos dejáramos de gilipolleces, madre? Ya no estamos en la Edad Media y todo el mundo sabe que Dios murió en el instante en que Neil Armstrong puso el pie en la Luna.

—¿Quién?

—Olvídelo. La culpa es mía, me he explicado mal. No he venido aquí para celebrar Halloween ni para aprender a volar con una escoba, sino para investigar el asesinato de una religiosa de su congregación. Un asesinato más en la larga lista de un asesino que, a juzgar por las conclusiones de las cuatro desaparecidas de Hattiesburg, atraviesa los siglos para matar recoletas como quien ensarta cuentas de un collar. Así que, una de dos: o me abre la biblioteca o me veré obligada a volver con una orden de registro y unos camiones de mudanzas para transportar todas sus obras satánicas a los locales del FBI en Denver.

Un silencio. Parks percibe la llama de odio que acaba de encenderse en la mirada de la madre superiora. Si las recoletas están tan locas como dicen, acaba de firmar su sentencia de muerte.

—Agente especial Marie Parks, solo la caridad me obliga a ofrecerle la hospitalidad de mi orden mientras dure la tormenta. La religiosa que la ha guiado hasta aquí la acompañará a la celda que ocupaba nuestra hermana asesinada. Es la única que está libre por el momento. No puedo hacer nada más para facilitar su investigación y le aconsejo encarecidamente que permanezca encerrada hasta que el viento cese y deje de nevar. Porque estos lugares no son seguros para los que no creen en Dios.

—¿Es una amenaza?

—No, es una recomendación. En cuanto la tormenta haya amainado, deberá marcharse. Hasta entonces, le ruego que no turbe el recogimiento de mis monjas.

—Madre, nadie está a salvo del asesino que mató a su religiosa. Si se trata de una secta y esa secta la amenaza, puede estar segura de que volverán y de que no serán sus oraciones lo que los detenga.

—¿Y piensa en serio que su arma o su insignia podrán hacerlo?

—Yo no he dicho eso.

Con la boca torcida por la cólera, la anciana religiosa se yergue en el sillón. Su voz se eleva en la oscuridad.

—Agente especial Parks, la Iglesia es una antiquísima institución llena de secretos y de misterios. Hace más de veinte siglos que guiamos a la humanidad a través de las tinieblas de su destino. Hemos sobrevivido a las herejías y a la agonía de los imperios. Desde el amanecer de los tiempos, numerosos santos rezan de rodillas en nuestras abadías y nuestros conventos para mantener a raya a la Bestia. Hemos visto cómo miles de almas se extinguían, hemos sufrido la peste, el cólera, las cruzadas y mil años de guerra. ¿Y cree sinceramente que puede detener usted sola la amenaza que se acerca?

—Puedo ayudarlas, madre.

—Solo Dios puede hacerlo, hija.

Sin darse cuenta, Marie ha retrocedido varios pasos ante las airadas palabras de la madre Abigaïl. La puerta del despacho se abre chirriando. Se dispone a seguir a la recoleta cuando la superiora del convento añade:

—¿Cree usted en las auras?

Parks se vuelve lentamente.

—¿En qué?

—En las auras. Los colores del alma que envuelven el cuerpo como un resplandor espectral. A su alrededor solo distingo azul y negro.

—¿Y qué significa eso?

—Significa que va a morir muy pronto, agente especial Marie Parks.