El GPS emite unos bips para indicarle que ha llegado a su destino. Parks observa que la carretera termina allí. Aparca el Cadillac y contempla la puerta que se recorta a la luz de los faros: un pesado portón de madera, enmarcado por un porche de piedra que parece haber sido tallado en la pared de la montaña. La joven levanta los ojos hacía la cima y distingue unas murallas a través de las ráfagas de nieve. El portón debe de dar a una escalera que hay que subir para llegar al convento. Una puerta con una ventanilla enrejada, única abertura a un mundo al que las recoletas han renunciado. Al otro lado empieza la Edad Media.
Parks apaga los faros. La oscuridad envuelve el coche. El silencio de la nieve, el silbido del viento… Enciende la radio y pasa las emisoras en busca de una voz. Los altavoces chisporrotean a medida que el escáner recorre las ondas. Ni una sola responde; ni siquiera los potentes emisores de Denver o de Fort Collins. Como sí las grandes ciudades estuvieran muertas, sepultadas bajo la tempestad de nieve.
Marie coge su teléfono móvil y mira la pantalla. El último indicador de emisión parpadea y se apaga. No hay cobertura, sin duda debido a la altitud y a la tormenta. Apaga la radio y, tras comprobar el cargador de su arma, la mete en el bolso. Después se abrocha el abrigo y sale al exterior.
Hay cuarenta metros hasta el porche. Mientras avanza por la nieve, Parks tiene la desagradable impresión de que las recoletas la contemplan a través de la mirilla. No, más bien tiene la certeza de que es el convento entero el que mira cómo se acerca; un poder maléfico que la luz de sus faros ha despertado y que hará lo imposible para impedirle entrar. O salir.
«Deja de desbarrar, Marie. Aunque te estén mirando, no son más que unas amables ancianitas que se dedican a bordar mientras comen galletas y beben infusiones».
Parks ha llegado al porche. Ya no puede dar marcha atrás. El portón está provisto de una pesada anilla con una cabeza de bronce que reposa sobre un soporte de metal. Hace una mueca al notar la mordedura del frío en la palma de la mano; da cuatro golpes con el picaporte y pega la oreja a la puerta para oír cómo se pierden en las profundidades del convento. Espera unos segundos antes de llamar de nuevo. Al tercer golpe, la puertecilla de madera se abre con un ruido seco y deja pasar la claridad oscilante de una antorcha. Dos ojos negros contemplan a Parks, que muestra el carnet del FBI a través de la rejilla y levanta la voz para que el estruendo del viento no la cubra:
—Soy la agente especial Marie Parks, hermana. Estoy encargada de investigar el asesinato que tuvo lugar en su congregación. Vengo de Boston.
La religiosa mira un momento el carnet de Parks como si se tratara de un documento escrito en una lengua desconocida. Luego, sus ojos desaparecen y ceden el puesto a una boca arrugada.
—Esas cosas no tienen valor aquí, hija. Siga su camino y déjenos en paz.
—Perdone que insista, hermana, pero si no abre inmediatamente esta puerta me veré obligada a volver mañana por la mañana con un centenar de agentes armados hasta los dientes, que disfrutarán registrando su convento de arriba abajo. ¿Es eso lo que quiere?
—Este convento goza del estatus diplomático de extraterritorialidad, como dependencia del Vaticano y no puede entrar nadie en él sin la autorización de Roma o de la madre Abigaïl, nuestra superiora. Le deseo buen viaje y que Jesucristo la proteja allí adonde sus pasos la lleven.
Mientras la anciana religiosa cierra la mirilla, Parks decide poner las cartas boca arriba.
—Vaya a decirle a la madre Abigaïl que la cosa que mató a su monja ha muerto en Hattiesburg.
La puertecilla se detiene a medio camino y vuelve atrás. La vieja boca aparece de nuevo.
—¿Qué acaba de decir?
—Caleb ha muerto, hermana. Pero mucho me temo que su espíritu continúe entre nosotros.
A través de los embates del viento, Parks oye a alguien que agita febrilmente un manojo de llaves que chocan entre sí. Luego, el chasquido sucesivo de los cerrojos antes de que la pesada puerta se abra chirriando sobre sus goznes. Marie contempla a la anciana religiosa que permanece encorvada en el hueco. «Señor, ¿qué edad debe de tener?».
Detrás de ella, una amplia escalera sube abriéndose paso en la oscuridad. Una escalera tan vieja y oscura como la que conducía a la cripta donde Caleb crucificó a las desaparecidas de Hattiesburg. Parks cierra los ojos y aspira una bocanada de aire helado. Después traspasa el umbral y pone los pies sobre el suelo arenoso del convento. Al hacerlo tiene una sensación de caída libre, como si cada célula de su cuerpo empezara súbitamente a retroceder en el tiempo.
En el interior, las tinieblas son todavía más profundas que la noche. El aire también parece más transparente y la llama de la antorcha más clara y más viva. Huele a azufre, a potaje y a purín. El aliento de la Edad Media. Mientras la puerta del convento se cierra chirriando, la joven nota que el pánico se apodera de ella. Acaba de entrar en una tumba.