Capítulo 90

La subida hacia el convento de Santa Cruz es lenta y difícil. Agarrada al volante para contrarrestar las ráfagas de viento que zarandean el vehículo, Parks consulta el GPS; la pantalla difunde una luz tranquilizadora en medio de toda esa blancura. Según el aparato, está a tan solo tres kilómetros del convento. Unos pocos virajes más al borde del barranco y habrá llegado.

Sin apartar los ojos de la carretera, Parks enciende un cigarrillo y repasa mentalmente lo que sabe de las recoletas. Su jornada empieza a medianoche con el oficio de maitines, seguido de un rato de estudio y de reflexión antes del oficio de laudes. Entonces tienen derecho a un bol de sopa y a un trozo de pan duro. A continuación se sumergen en la lectura y la restauración de los manuscritos prohibidos de la Iglesia, ejercicios interrumpidos por los oficios de prima y tercia, que marcan la primera y la tercera hora después del alba. Hacia las diez reanudan sus estudios y solo vuelven a distraerse para sexta, nona, vísperas y completas, unos oficios extenuantes que acompañan el declive del sol y las tinieblas de la noche. El mismo ceremonial trescientos sesenta y cinco días al año, sin descanso ni tregua, sin vacaciones ni esperanza de un día distinto. Las recoletas han hecho voto de silencio absoluto. No hablan jamás entre ellas, no se miran, no intercambian ningún sentimiento ni ninguna muestra de afecto. Fantasmas que van de aquí para allá en silencio en unos conventos tan viejos como el mundo. Con semejante régimen, no es de extrañar que algunas de ellas se vuelvan locas a fuerza de oír aullar el viento en su celda. Según los rumores, en tales casos las trasladan a las profundidades del convento y las encierran en celdas acolchadas donde sus gritos quedan ahogados por gruesos muros.

Otras recoletas, que además han hecho voto de tinieblas, viven en los sótanos, donde nunca llega ninguna luz. Cuarenta años en la oscuridad sin ver la luz de una vela. Dicen que, a fuerza de verse privadas de luz, sus ojos de confinadas se vuelven tan blancos como su piel. Viejas mujeres flacas y mugrientas que esperan pacientemente su último suspiro en la oscuridad de un cuartucho. Parks siente una punzada de angustia en el estómago: ahí es donde ella se dirige.