Capítulo 87

De pie frente a los ventanales de la terminal de salidas del aeropuerto de Manaus, el padre Carzo contempla los aparatos que maniobran en las pistas. Viejos cacharros herrumbrosos asignados a las líneas transamazónicas, apenas unos bultos y algunos pasajeros con destino a ciudades recónditas de la cuenca del Amazonas. Más lejos distingue la cortina de árboles que delimita la selva virgen. Los altavoces de la terminal anuncian el aterrizaje del Delta 8340 procedente de Quito. Carzo consulta su reloj. Ha llegado el momento. Echa un último vistazo en dirección al Boeing 767 que emerge de la bruma y se alinea; luego se aleja del ventanal para dirigirse hacia las hileras de consignas, en la otra punta de la terminal. Su mano aprieta la llave que ha encontrado entre los efectos personales del padre Jacomino: una vieja llave cubierta con una funda de goma roja y mordisqueada. Taquilla número 38.

El sacerdote se abre paso entre la multitud de viajeros. En los paneles informativos se anuncia el despegue inminente de cuatro vuelos transamazónicos con destino a Belén, Iquitos, Santa Fe de Bogotá y Guayaquil. Una apestosa multitud cargada con jaulas de gallinas y cajas de cartón atadas con cordeles se agolpa en las puertas de embarque. Más lejos, las salas lujosas de los vuelos regulares internacionales se recortan detrás de los cristales blindados.

A medida que se acerca a las consignas, el padre Carzo nota cómo los olores de la multitud invaden su mente. Miles de olores que forman uno solo, un perfume monstruoso en el que se mezclan las vaharadas de roña y la negrura de las almas. Asfixiándose en medio de ese torbellino de hedores, Carzo ya solo distingue nucas sucias y bocas gesticulantes, un bosque de labios que se mueven y suman sus sonidos al guirigay de la muchedumbre.

Taquilla 38. Con la cara reluciente de sudor, el sacerdote hace girar la llave en la cerradura. Un chasquido. En el interior encuentra una abultada carpeta y un sobre blanco; los mete en su bolsa. Una corriente de aire glacial le acaricia la nuca. Se vuelve y ve a una vieja mestiza sentada, sola, en el centro de una hilera de sillones. Nota que la garganta se le seca. Acaba de reconocer a la vagabunda que en Manaus había estado a punto de aplastarle la mano camino de la catedral. Tiene los ojos blancos y opacos. Ojos de ciego. La vieja separa los labios. Sonríe. «Señor, me ve…».

Carzo se dirige hacia la vieja. Una multitud de pasajeros le cierra el paso y le tapa la visión. Se abre paso a codazos entre esa confusión de cuerpos y de maletas, pero cuando la multitud se aparta los sillones están vacíos. La vagabunda ha desaparecido.

El exorcista se dirige titubeando a los servicios. Se encierra en un retrete y abre el sobre. Un billete abierto con destino a Estados Unidos y cien dólares norteamericanos en billetes pequeños. Se sobresalta al oír que la puerta de los servicios se cierra. Alguien acaba de entrar; camina arrastrando los pies. Un fuerte olor de orina penetra en las fosas nasales del sacerdote. Unos pies desnudos se detienen delante de la puerta del retrete, dos viejos pies de mujer, de dedos curvados y mugrientos. Unas manos tocan la puerta. Carzo siente que se le eriza el pelo al oír el siseo de cólera que sale de los labios de la vieja:

—¿Adónde vas, Carzo?

El sacerdote se dispone a taparse los oídos cuando la puerta de los servicios deja entrar de nuevo el murmullo de la terminal. Risas. La puerta se cierra. Carzo oye una voz de mujer y una risa infantil. Abre los ojos. Los pies desnudos de la vagabunda han desaparecido, pero no las huellas que han dejado en el suelo.

Sale del retrete. Una chica le sonríe mientras se acerca a los lavabos, donde una niña salpica el suelo de agua. El sacerdote pone las manos bajo el chorro de agua fresca y se moja la cara. Se yergue y mira el espejo. A través de las gotas prendidas en sus párpados, ve a la niña secándose las manos. Dentro del retrete en el que acaba de entrar, su madre canturrea. Carzo se relaja. Tiene que dejar de pensar. Cierra el grifo y levanta de nuevo los ojos hacia el espejo. La niña se ha vuelto y lo escruta con sus ojitos blancos y opacos. Sus labios retroceden sobre una hilera de dientes negruzcos.

—Bueno, Carzo, ¿adónde vas?