Sentado en el asiento trasero de un viejo taxi con la suspensión chirriante, el padre Carzo lucha con todas sus fuerzas para no dormirse. Nota un zumbido en las sienes y un sabor de metal en la boca, y tiene la sensación de que su cabeza va a estallar. Siempre le ocurre lo mismo después de un encuentro con el Demonio. Como si el metabolismo se transformara en un alto horno y quemara de golpe todas las calorías y vitaminas del cuerpo, produciendo un hambre y una sed devoradoras. Y dejando el alma vacía. Esa sensación de encontrarse solo en medio de un desierto inmenso, solo y desnudo.
A través de la ventanilla mugrienta, bajo la cual una manija se bambolea a capricho de los baches, el padre Carzo intenta concentrarse en el flujo de la circulación que sube por la avenida Constantino Nery en dirección al aeropuerto. Desde que el taxi ha salido del centro de Manaus, los barrios coloniales de bonitas casas desvencijadas han dejado paso a la tierra marrón y polvorienta de los barrios de chabolas. Una aglomeración de casuchas de chapa ondulada, tan apretadas las unas contra las otras que se diría que la pared de una sostiene el tejado de la otra. Ni antenas parabólicas ni aires acondicionados, ni cortinas ni ventanas. Apenas unas hileras de perlas falsas delante de las puertas y amontonamientos de paletas a modo de escalera. Tampoco hay calles. Tan solo un gran arroyo fangoso que serpentea entre los miles de cabañas que pueblan las colinas. Ahí es donde los niños de Manaus juegan descalzos a la pelota y a los bandidos, en medio de ratas de campo, de clavos oxidados y de agujas.
El sacerdote parpadea. Perdido en una maraña de rótulos de colores chillones, un cartel medio borrado por los chaparrones indica que faltan ocho kilómetros para llegar al aeropuerto. El taxi se abre paso a golpe de claxon entre camionetas abolladas y viejos Fiat petardeantes. Un denso humo negro sale de los tubos de escape.
El sacerdote apoya la nuca en el reposacabezas y se concentra en los olores que flotan en el taxi. Olores lejanos de sexo sucio y de muslos húmedos. Así es como los taxistas de Manaus llegan a fin de mes: alquilando el coche a las prostitutas de los barrios pobres, que se turnan a lo largo de la noche en el asiento trasero. La mitad de lo que cobran a los clientes es para el conductor, que duerme delante mientras los abrazos hacen chirriar la suspensión.
El padre Carzo cierra los ojos. En el habitáculo flotan otros olores mucho más lejanos, ligeros como recuerdos. Olores de rosa y de hibisco. El perfume de las hermosas almas que han grabado su recuerdo en el asiento. Como la de María, esa joven prostituta de las favelas de grandes ojos castaños, que ofrecía su cuerpo por unos terrones de azúcar y medicamentos caducados. María, que durante el día repartía sopa por las chabolas y curaba los pies de los niños embadurnándolos con tintura de yodo. Carzo se sobresalta al ver el rostro de esa joven desconocida flotando en su mente. Abre los ojos. Hasta entonces, su capacidad para percibir los olores nunca le había permitido visualizar la cara y el nombre de la persona a la que ese olor pertenecía. Parecía que su don estaba reforzándose, convirtiéndose en otra cosa. O quizá algo había entrado en él y ese algo había añadido su propio poder al de Carzo. El exorcista sacude la cabeza para espabilarse. El rostro de María se diluye. Un frenazo. El conductor da un bocinazo y acelera de nuevo. Los baches de la carretera. El murmullo de los árboles que desfilan a través de la ventanilla mugrienta. A Carzo le pesan enormemente los párpados.