El padre Carzo acciona la palanca escondida bajo el altar y mira cómo la imagen de san Francisco de Asís se desliza sobre su pedestal. Una estrecha abertura aparece en la pared, un pasadizo secreto que conduce a los sótanos y cuya existencia solo conocen los jesuitas de Manaus y él. El padre Jacomino lo había puesto al corriente unos meses atrás, como si temiera algo.
El sacerdote atraviesa la abertura y acciona otra palanca para cerrar el paso. Oye que la imagen gira sobre el pedestal, luego un chasquido sordo, y finalmente se hace el silencio. Mientras se interna en la escalera, los alaridos se vuelven más nítidos a lo lejos: gritos de terror y de dolor. Portugués y latín. Un huracán de voces que se contestan, se increpan y cesan. A juzgar por el furor de las palabras que retumban en los sótanos, debe de tratarse de una sesión de exorcismo colectivo, una ceremonia prohibida que no se practica desde los días más oscuros de la Edad Media.
Al llegar al pie de la escalera, el padre Carzo se encuentra ante unos corredores excavados en los cimientos de la catedral. Guiándose por los gritos, toma el pasillo más ancho y más antiguo. Un sótano iluminado por antorchas cuyo resplandor salpica las paredes.
El sacerdote olfatea el aire a su alrededor. El olor del Mal supera ahora ampliamente el de la sagrada resina. Los jesuitas han acorralado a la Bestia al final de ese túnel, pero la Bestia no ha dicho su última palabra.
Carzo nota que un soplo tibio le envuelve los tobillos. Baja los ojos. Unas bocas de piedra abiertas a ras del suelo expulsan un chorro continuo de aire procedente de pozos de ventilación. La zona de los calabozos. Ahí es donde los exploradores portugueses encerraban a los indígenas y a los piratas del Amazonas. En el interior de las celdas, el sacerdote distingue cadenas herrumbrosas y las anillas de sujeción que los carceleros colocaban alrededor del cuello de los presos. Pasa una antorcha a través de los barrotes. Unas ratas corren pegadas a las paredes profiriendo chillidos de espanto. Alargando el brazo todo lo posible, el sacerdote distingue las inscripciones grabadas en las paredes: insultos, palabras de despedida e hileras de palotes que los condenados a muerte habían tachado antes de morir estrangulados por una cuerda. El padre Carzo se dispone a retirar el brazo cuando el resplandor de la antorcha ilumina una forma tendida contra la pared del fondo. Empuja la reja y entra en el calabozo. Sobre el suelo arenoso, el cadáver de un jesuita con hábito negro contempla la oscuridad con sus ojos vacíos. A juzgar por su posición, una fuerza sobrehumana le ha partido la nuca y descoyuntado el cuerpo. El sacerdote tiene muchísimas dificultades para identificar ese rostro crispado por el miedo. Finalmente reconoce al hermano Ignacio Constenza, un jesuita de gran valor que practicaba el exorcismo y el arte de percibir a los demonios. Al igual que los del padre Alameda en la entrada del templo azteca, los cabellos del desdichado han encanecido por efecto de un terror indescriptible. Carzo pasa los dedos sobre los párpados de Ignacio y recita la oración de los difuntos. Luego sale del calabozo y reanuda su avance.
Para no dejar que el miedo se apodere de su mente, el exorcista cuenta los metros que lo separan del final del túnel. Cuando da el decimosegundo paso, un grito de agonía recorre la galería. Se queda inmóvil y aspira las vaharadas de violeta que invaden el sótano. El olor de incienso ha desaparecido. Los jesuitas han perdido.
Un ruido de botas. Una corriente de aire glacial penetra en el pasillo. El perfume de violetas se concentra y estalla en las fosas nasales del sacerdote. Con las manos pegadas a la cara, Carzo abre los dedos para mirar la cosa que acaba de entrar en su campo de visión: lleva un hábito de monje negro con capucha y unas pesadas botas de peregrino. Se pone rígido. Un Ladrón de Almas. Eso es lo que los jesuitas han dejado entrar en la catedral.
Con el corazón martilleándole el pecho, el exorcista deja pasar unos minutos antes de incorporarse y salir del calabozo. Olfatea el aire. La Bestia se ha ido. Carzo aprieta el paso. Al final del pasillo, una puerta entreabierta. Del interior emana un olor de madera encerada y de polvo, un olor de archivos.
Mientras sus ojos se acostumbran poco a poco a la oscuridad, Carzo entra en una amplia biblioteca con columnas, atestada de estanterías y de pupitres volcados. En el techo, una especie de ojos de buey de cristal esmerilado captan la lejana luz del sol y la proyectan en el suelo en anchos haces polvorientos. El exorcista deduce que la sala debe de encontrarse bajo los cimientos de la ciudad.
Sobre el suelo embaldosado de mármol, de pronto ve unos rombos de mosaico cuyos entrelazamientos azulados forman una inscripción en latín: Ad Majorem Dei Gloriam. A la mayor gloria de Dios. Coronando esa primera inscripción, un sol resplandeciente rodea otras letras de un negro hollín: IHS, o sea, Iesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los Hombres. La divisa de los jesuitas.
Carzo avanza entre las bibliotecas volcadas. Pergaminos y manuscritos entorpecen el paso. Inmóvil en medio de ese amontonamiento de archivos, el sacerdote escucha el silencio. Un chasquido regular atrae su atención. Viene del centro de la sala, allí donde los haces de luz recortan la oscuridad. Allí el exorcista distingue un escritorio y un gran libro abierto. Una extraordinaria cantidad de sangre cubre las páginas del manuscrito. Algunas gotas caen del pupitre al suelo.
Carzo entra en el haz luminoso y examina la obra: el Tratado de los Infiernos, un manual exorcista inestimable que data del siglo XI. Una mano febril lo ha abierto por la página del rito de las Tinieblas, un ceremonial lleno de peligros y de misterios que solo se emplea como último recurso para combatir a los demonios más poderosos.
El sacerdote alarga la mano por encima del manuscrito. Ploc. Una gota de sangre aterriza en su palma, donde dibuja un arabesco de color rojo vivo. Levanta los ojos y se sobresalta de horror al ver de pronto al padre Ganz, cuyo semblante macilento brilla en la penumbra. Lo han colgado boca abajo de una viga antes de degollarlo. Carzo examina la mirada vidriosa del torturado: la misma expresión de terror absoluto que la que vio en los ojos muertos del hermano Ignacio. El Ladrón de Almas.
Se dispone a descolgar al padre Ganz cuando un gemido se eleva en el silencio. Se vuelve y ve una forma humana de pie contra la pared del fondo. Suspendido, con los brazos en cruz a un metro del suelo, el padre Jacomino parece contemplarlo en las tinieblas.