Las oficinas del FBI están desiertas. Parks se acerca al cristal blindado que protege a la recepcionista. Le presenta su carnet y deja su arma reglamentaria en el cajón metálico que se abre ante ella. La ordenanza tira del cajón hacia ella, coge el arma y la guarda en un armario. Sin su Glock 9 mm, que solo ha utilizado un centenar de veces en once años de carrera, Marie se siente desnuda. La mujer de detrás del cristal le tiende un formulario para que lo firme.
—¿Dónde está el equipo de día?
—Tenemos cuatro agentes de guardia en los pisos. Los demás están investigando una serie de profanaciones que han tenido lugar últimamente. Parece que todos los adoradores de Satán desde Colorado hasta Wyoming se hayan pasado la consigna de desenterrar los muertos y degollar machos cabríos en los cementerios.
—¿Tienen muchos satanistas en la región?
—Hay una congregación numerosa en Boulder. Tipos vestidos de negro que dibujan estrellas de cinco puntas en las paredes y beben cerveza mientras eructan citas latinas al revés. En mi opinión, si Satanás existe, ese tipo de adoradores se la suda. Y a usted, ¿qué la trae por aquí?
—Un adorador de Satán.
—No fastidie.
—Sí. Pero el mío es además un asesino en serie y estoy convencida de que Satanás se lo toma totalmente en serio.
—Menudos tipos. Peor que asesinos de niños, ¿verdad?
—Necesito un ordenador y una conexión a internet de banda ancha.
Ofendida por la respuesta un poco seca de Parks, la ordenanza le señala la sala de informática, al final del pasillo, despacho 1.119.
Marie oye el ruido amortiguado que hacen sus zapatos sobre la moqueta. En los despachos que deja atrás, algunas pantallas de ordenador se han quedado encendidas y algunos walkie-talkie chisporrotean sobre su base. Aquí y allá suenan teléfonos que nadie coge.
Parks cierra la puerta del despacho 1119 y enciende el ordenador que sobresale entre un montón de documentos y de vasos de plástico. Colgados en las paredes, los retratos de los criminales más peligrosos de Colorado y Wyoming se alternan con anuncios de búsqueda de niños desaparecidos desde hace años. En el centro, bajo la foto del presidente, la Constitución estadounidense destaca en un marco polvoriento. A la derecha, un cartel de papel satinado presenta la lista de los ten most wanted, los diez criminales más buscados del mundo. Las recompensas van desde cien mil dólares por un exterminador de los cárteles llamado Pablo Tomás de Limassol, hasta un millón por un traficante de componentes atómicos que responde al nombre de Robert S. Dennings. Parks emite un silbido. Si estuviera especializada en ese tipo de caza, podría comprarse un casino en Las Vegas. Desgraciadamente, ella persigue asesinos itinerantes, por los que, curiosamente, el gobierno norteamericano no da ni recompensas ni entrevistas.
Se conecta con la base de datos de los laboratorios vigía que el FBI ha instalado en Estados Unidos, México y Europa. Ahí es donde convergen las descripciones de los crímenes particularmente violentos que los policías del planeta no consiguen resolver, de los sórdidos y repetitivos crímenes de asesinos en serie contra los que los polis convencionales no pueden hacer gran cosa, aparte de contar los muertos. Sobre todo cuando el criminal en cuestión es un asesino itinerante, porque, para tener una pequeña posibilidad de acercarse a un adversario de ese calibre, hay que entrar en su laberinto mental y encontrar la salida antes que él. A riesgo de perderse para siempre.
Eso es lo que estuvo a punto de pasarle a Parks cuando investigaba el caso de Gillian Ray, un estudiante neoyorquino que se había ido a pasar dos meses de vacaciones en Australia. Dos meses haciendo autostop en esas carreteras interminables que serpentean en medio de los desiertos más áridos del planeta. Dos mil trescientos kilómetros de arena ardiente, de pedregales y de mesetas desoladas entre Darwin y Cape Nelson… Once muertos en dos meses, once cadáveres abandonados a los carroñeros y las serpientes.