Capítulo 76

Denver, aeropuerto internacional de Stapleton

De entre los labios de Parks sale vaho cuando cruza la puerta del aparato. El frío le muerde el rostro. Los primeros copos flotan en el aire helado.

En el mostrador de Avis de la terminal, Parks saca la tarjeta de crédito de Crossman y alquila un Cadillac Escalade, un monstruo de tres toneladas equipado con neumáticos anchos. Ideal para circular por las carreteras nevadas de Colorado. Luego cruza la cristalera del aeropuerto y va al aparcamiento, donde hay alineados decenas de 4x4 y de limusinas.

Una vez instalada a bordo del Cadillac, le da al contacto. Un rugido llena el habitáculo mientras la electrónica regula automáticamente la altura de los pedales, la posición del asiento y la de los retrovisores. Entonces se abrocha el cinturón y arranca el V8 de 6 litros. Maniobra para sacar el Cadillac del aparcamiento, sale del aeropuerto por Peña Boulevard y toma la Interestatal 70 en dirección a Denver.

Marie dirige una sonrisa a una niña que le hace un gesto de burla a través de la luna trasera de un Toyota. Después se coloca en el carril de la derecha y pone el limitador de velocidad en ochenta kilómetros por hora. Las montañas de Colorado se recortan a lo lejos. Reprime un bostezo y conecta la radio. El seleccionador de emisoras sintoniza KOA, una cadena de información continua. La voz nasal del locutor que da el tiempo invade el habitáculo:

«Acabamos de recibir en este instante un mensaje de alerta de la emisora KFBC de Cheyenne. Nos indican que acaba de caer una tormenta sobre el norte de Wyoming y que ya hay cuarenta centímetros de nieve en polvo en el parque de Yellowstone y al pie de las Bighorn Mountains. Teniendo en cuenta la fuerza y la intensidad de los vientos, la depresión debería tardar algo menos de cuatro horas en llegar a los montes Laramie y a la frontera de Colorado. Después caerá sobre Boulder y Denver, y bloqueará la ruta de los puertos y los itinerarios por los valles».

El locutor termina el boletín con las recomendaciones habituales. Marie apaga la radio. Cuatro horas de tregua. Eso le da el tiempo justo para pasar por la oficina del FBI y llegar al convento de las recoletas de Santa Cruz, pero no el suficiente para volver. Lo que significa que tendrá que esperar allí a que acabe la tormenta y que se expone a encontrarse atrapada a dos mil quinientos metros con una congregación que vive en plena Edad Media y cuya preocupación principal es estudiar obras satánicas. De ahí a que esas viejas brujas hayan perdido la chaveta a fuerza de leer semejantes horrores, no hay más que un paso. Con una punzada de angustia, Parks imagina la primera página del Holy Cross News:

Crimen en el convento: tras la espectacular tormenta que ha caído sobre la región durante varios días, la policía de Santa Cruz ha encontrado los restos de Marie Megan Parks, agente del FBI especializada en la persecución de asesinos en serie. Los primeros resultados de la investigación hacen pensar que, después de haber pedido asilo a las religiosas de Santa Cruz, la joven podría haber sido devorada viva en el transcurso de una sesión de exorcismo.

—Déjate de tonterías, Marie…

Marie ha pronunciado esas palabras en voz alta para tranquilizarse, pero el timbre ronco de su voz la sobresalta. Mira por el retrovisor interior para asegurarse de que los asientos traseros están vacíos. Luego se relaja y se concentra de nuevo en la carretera.

Pensándolo bien, no son las recoletas las que le producen ese estado de inquietud. Ni tampoco la perspectiva de pasar una o dos noches en la montaña. No, lo que la aterra es esa certeza de que Caleb no ha muerto y de que su espíritu la persigue. Es como esa sensación que todo el mundo ha tenido alguna vez cuando recorre por la noche un aparcamiento desierto, ese terror que se apodera de repente de ti cuando no estás pensando en nada. Te vuelves, pero no hay nadie. Un miedo inexplicable te hiela el corazón; es la respiración de los muertos enfurecidos, el desplazamiento de aire que provocan rozándote en las tinieblas. Eso es lo que Parks siente desde que ha salido de Boston: la respiración de Caleb. Aparte de los flashes que le hacen ocupar el lugar de las víctimas de asesinos en serie, a veces tiene visiones todavía más terroríficas, visiones de las que nunca le ha hablado a nadie, ni siquiera al médico que le diagnosticó el síndrome mediúmnico reaccional en California. Porque, desde que salió del coma, ve muertos.