Capítulo 75

Igarape do Jamanacari, afluente del río Negro, selva amazónica

El durmiente nota que la lejana luz del sol le acaricia los párpados. La piragua avanza bajo un tupido techo de ramas que deja filtrar los rayos. Charcos de luz alternan con extensos tramos de sombra. La embarcación se desliza sobre la superficie limosa de un igarape, un lento curso de agua que serpentea bajo la espesura de los árboles.

El durmiente percibe el olor de los remeros que se afanan a su lado. Vaharadas de sudor rancio escapan de sus axilas y se mezclan con los olores de humus y de agua verde. Salvo por el chapaleteo de las pagayas y la respiración regular de los remeros, la jungla está en silencio. Ni un grito de mono, ni un canto de pájaro. Pero los insectos han vuelto y sus zumbidos llenan de nuevo el bosque.

Refugiado tras el muro de sus párpados, el durmiente nota que nubes de mosquitos se posan sobre sus piernas y sus brazos desnudos. Tiene hambre. Una sed insoportable le abrasa la garganta. Millones de gotitas brotan de su cuerpo y corren por su piel. Escucha el murmullo del río bajo el fondo de la piragua, el rascar de las ramas contra el casco y el remolino de las pagayas que baten el agua templada. Intenta mover los brazos y de repente toma conciencia de su cansancio, de ese agotamiento que entumece su cuerpo y de las tinieblas que se han apoderado de su alma.

Tiene la impresión de haber permanecido inconsciente durante siglos. Trata de agrupar sus recuerdos, pero su memoria está vacía. O más bien las briznas que contiene han dejado de ser accesibles, como si estuvieran oscurecidas por otra cosa. Una reminiscencia negra y densa, sin imágenes, sin olores ni sonidos, como un tintero derramado sobre un libro. O una capa de cemento recién aplicado sobre un fresco antiguo. El durmiente se sobresalta. «Un fresco antiguo…».

Empieza a rascar febrilmente la capa que cubre sus recuerdos. Como un arqueólogo, da unos golpes sobre la losa de cemento, la parte y retira los fragmentos hasta que logra ver debajo, en la bóveda de un sótano, unos frescos rojos y azules iluminados por antorchas. Ya está, el durmiente recuerda. Sus párpados tiemblan. Sus manos se crispan y sus uñas rascan el fondo de la piragua. Las primeras criaturas olmecas, el paraíso perdido y el arcángel Gabriel devolviendo el fuego a la tribu de los elegidos. Se remonta en el tiempo y se detiene bajo el último fresco. Las tres cruces en la cúspide de la pirámide olmeca. Siente que el miedo lo invade. Escruta el recuerdo de ese Cristo que mira a la muchedumbre, que se retuerce en la cruz gritando. El azote de los olmecas.

—Señor, sí, ya me acuerdo…

El chapaleteo de las pagayas se amortigua, la velocidad de la piragua disminuye. Un rostro barbudo y exhausto se inclina sobre el durmiente. Habla con un acento espantoso, una mezcla de portugués, alemán y dialectos indios de la cuenca del Orinoco.

—Bienvenido al mundo de los vivos, padre Carzo. Hemos rezado mucho por la salvación de su alma mientras usted luchaba contra las tinieblas.

—¿Quién es usted?

—El pastor Gerhard Steiner. Dirijo la misión protestante de San José de Constanza. Unos cazadores le encontraron vagando por la jungla y un helicóptero del ejército brasileño lo depositó en mi casa.

—¿Dónde estamos?

—En este momento bajamos por el igarape do Jamanacari hacia el río Negro. Estamos muy cerca de Manaus.

Carzo agarra a Steiner por una manga.

—Los yanomami. Hay que ir en su ayuda.

El semblante del pastor palidece bajo el bronceado.

—El ejército envió una patrulla a São Joachim. Intercepté su informe por radio. Solo quedan cadáveres. El gran mal… se lo ha llevado todo. Y ahora se extiende al corazón del bosque, avanza hacia el delta del Amazonas.

—¿Y el padre Alameda?

Una sombra pasa por el rostro del pastor.

—Ahora tiene que descansar.

—¡Steiner, dígame qué le ha pasado a Alameda!

—Encontramos su cadáver colgado de un árbol. Las hormigas rojas le habían devorado la cara.

—Dios mío…

—¿Qué ha sucedido, padre Carzo? ¿Qué han despertado los yanomami en el corazón del bosque?

Carzo cierra los ojos. Busca otros recuerdos entre los escombros de su memoria. El fresco… El Cristo con los ojos llenos de odio… La antorcha que chisporrotea y se apaga. Avanza en la oscuridad hasta una cueva abierta en el vientre de la montaña… Un círculo de velas. Algo está de pie en medio de los cirios. Algo que…

—Padre Carzo, ¿recuerda qué ha pasado?

—No lo sé… ya no sé…

—Inténtelo, padre, se lo ruego.

Carzo se concentra. La luz trémula de las velas. Un olor de carroña y de azufre. La cosa que había sido Maluna está de pie en el centro de la luz. Carzo se estremece al sentir la negrura de esa fuerza maléfica que aspira su alma. La agonía del alma y la muerte de Dios. Carzo comprende entonces que su fe no puede hacer nada contra semejante negrura. Entra en el círculo de luz, permanece frente a la criatura y respira el abominable hedor que emana de su boca. Lo último que recuerda es ese extraño sopor que se apodera de su mente. Luego, sus piernas fallan y cae de rodillas a los pies de la criatura. Todo lo que sucedió después ha desaparecido para siempre de su memoria. Solo quedan fragmentos de imágenes, algunos sonidos y olores.

Carzo nota que el agua se agita bajo el fondo de la piragua. Una corriente viva, rápida, caprichosa. Abre los ojos. Por encima de él, el cielo de ramaje se desgarra a medida que las orillas del río se alejan. La piragua acaba de pasar de las aguas lentas y fangosas del igarape a las rápidas del río Negro. Un grito resuena en la proa. Carzo, extenuado, se incorpora y mira en la dirección que el indígena maturacas señala. A través de la bruma que se disipa, distingue unos muelles de madera y unos cuchitriles sobre pilotes. Más allá, un puerto donde viejos cargueros de costados herrumbrosos esperan su cargamento de caucho. Más lejos todavía, las cúpulas del centro de la ciudad y la aguja de la catedral jesuita de Nossa Senhora da Imaculada Conceição.

—¡Manaus! ¡Manaus! —grita el indígena dando palmadas.

Carzo vuelve a tenderse en la piragua y cierra los ojos.