Después de oír hablar de la matanza que había tenido lugar en el Melchior, las cuatro religiosas emprendieron el vuelo desde el extremo sur de Chile. Aterrizaron en el aeropuerto Carlos Ibáñez, de Punta Arenas, unas horas antes de la llegada del Sea Star. Fueron al puerto y esperaron a que el humo del paquebote apareciera a lo lejos. Dorothy Braxton fue la primera en verlo, mientras el barco remontaba lentamente las aguas blancas del estrecho de Magallanes.
Las religiosas enfocaron con sus prismáticos las cubiertas exteriores, donde se apiñaban cientos de pasajeros. Los examinaron detenidamente y luego los observaron mientras bajaban por las pasarelas que los marineros acababan de colocar. Ni el menor rastro de Caleb.
Las cuatro hermanas esperaron hasta la noche para subir a escondidas a bordo del Sea Star y registrar las bodegas a la luz de sus linternas. Encontraron el escondrijo de Caleb en un conducto de climatización bajo la línea de flotación. Así era como procedían desde hacía meses: fijándose en los signos de muerte y desolación que Caleb dejaba tras de sí. Cadáveres de ratas, insectos muertos y moscas. Pero en esa ocasión otro indicio atrajo su atención: encajonado en las tinieblas durante los dieciséis días de la travesía, Caleb había grabado en la pared del conducto un bosque de cruces y un océano de rostros gritando en la tormenta. El coro de las almas condenadas. Debajo de ese fresco, había añadido una inscripción latina que las religiosas fotografiaron: Ad Majorem Satanae Gloriam. A la mayor gloria de Satanás.
A continuación, las religiosas registraron los conductos de ventilación hasta llegar a la sala de máquinas, pero fue en vano. Caleb debía de haber saltado del paquebote a cierta distancia de la costa, pero había dejado tras de sí suficientes indicios para reanudar la caza del hombre.
Parks vuelve atrás, hasta el anuncio que Patricia Gray publicó el 16 de noviembre en el diario La Nación de Buenos Aires, es decir, unos días antes de que atracara el Sea Star.
Queridas todas:
Tía Marthe fallecida.
Reuníos conmigo lo antes posible.
Otra recoleta crucificada en su convento. Y ninguna indicación todavía sobre el contenido de ese evangelio que Caleb buscaba mientras mataba a aquellas mujeres.
Los anuncios siguientes aparecieron a intervalos regulares en varios periódicos sudamericanos: O Globo de São Paulo, en Brasil, Última Hora de Asunción, en Paraguay, y La Razón de Santa Cruz, en Bolivia. Luego, el asesino subió hacia el ecuador, tal como atestiguaba otro anuncio aparecido en el mes de noviembre en el diario La República de Lima, en Perú. Y otro más en La Patria de Cartagena.
Parks examina con detenimiento los informes de la policía colombiana sobre el asesinato particularmente cruel de la madre Esperanza, superiora de las recoletas de Cartagena. Nota que se le seca la boca al ver las fotos del escenario del crimen. Caleb se había ensañado hasta tal punto que tan solo unos tendones seguían uniendo a la desdichada a la cruz. La anciana religiosa no solo había sido crucificada y profanada, sino también torturada hasta la muerte. Como si el asesino hubiera querido arrancarle una información que solo ella poseía. Algo que el resto de recoletas asesinadas ignoraban.
Marie lee las notas tomadas por Crossman sobre este último asesinato. Como todas las demás recoletas, la madre Esperanza era la bibliotecaria de su convento. Era ella quien tenía las llaves de las salas acorazadas donde la orden guardaba los manuscritos más peligrosos: las bibliotecas prohibidas.
Parks continúa leyendo. Después de Cartagena, los crímenes prosiguieron en México y posteriormente en Estados Unidos. La congregación de Corpus Christi, en Texas, o la de Phoenix, en Arizona. El último asesinato había tenido lugar en Colorado, en un convento-fortaleza perdido en medio de las Rocosas. Ahí era donde las cuatro desaparecidas habían estado a punto de atrapar a Caleb.
Unos días más tarde, encontraron su rastro en Hattiesburg, adonde llegaron una tras otra para poner fin definitivamente al brutal recorrido del asesino. No había ningún convento de recoletas en los parajes, solo pantanos con abundante pesca y bosques interminables.
Para atraer a las cuatro desaparecidas a una región tan poco frecuentada, Caleb había desenterrado muertos, en cementerios aislados y había amontonado esos cadáveres en la cripta situada en medio del bosque de Oxborne. Esas profanaciones habían salido en la primera página de los periódicos locales y más tarde en los diarios de las grandes ciudades. Finalmente, las religiosas se enteraron de ello leyendo la prensa. Parks apoya la cabeza en el respaldo del asiento. Sí, así era como las cuatro desaparecidas de Hattiesburg se habían metido en la boca del lobo.
Después se encontró la ropa de las hermanas en la linde del bosque. Eso era lo que no encajaba: ¿por qué había corrido Caleb ese riesgo? ¿Por qué no se había limitado a desaparecer después de haber matado a sus perseguidoras? ¿Por qué, sino para atraerla a ella, para que ella se lanzara tras el rastro de Rachel y descubriera a los muertos en la cripta? Sí, muy bien, pero ¿con qué finalidad? Marie no tiene ni idea. Agotada, cierra los ojos y escucha el siseo de los reactores. Los altavoces chisporrotean. A duras penas oye que la voz del comandante anuncia una zona de turbulencias antes de sumirse en un profundo sueño.