Capítulo 68

Avanzando lentamente por los sótanos del templo azteca, el padre Carzo recorre las últimas representaciones que su antorcha arranca a las tinieblas. Las tribus que no han recibido el fuego sagrado se lo roban a los olmecas. Después reducen a estos a la esclavitud y los deportan al otro lado del gran río para erigir templos y ciudades inmensas en honor de los dioses del bosque. Más lejos, unos ejércitos persiguen a los elegidos que han conseguido escapar. Con el corazón martilleándole el pecho, Carzo ve cómo se abren las aguas de un río para dejar pasar a los olmecas. Las aguas se cierran a su espalda y engullen a sus perseguidores.

Fresco siguiente. Guiados por las estrellas, los olmecas vagan por la jungla en dirección a su tierra perdida. Por el camino, el chamán que guía la tribu escala un volcán. En la cima, la misma Luz que había revelado el fuego a sus antepasados le entrega unas tablas de arcilla llenas de signos muy antiguos, que Carzo no logra descifrar. Detrás del sacerdote, que continúa avanzando, la entrada del templo ya no es más que un lejano rectángulo blanco en las tinieblas.

La llama de la antorcha lame el fresco siguiente. Los olmecas han llegado a la tierra perdida. Han construido ciudades maravillosas en honor de la Luz. Han transcurrido varios siglos. Ebrios de riquezas y de orgullo, han empezado a construir una gigantesca pirámide para atravesar las nubes y llegar al sol. Han abandonado de nuevo la Luz que los engendró y la Luz se ha apagado. Ha ocurrido algo, algo que los olmecas han despertado y que ha surgido de la jungla. Es eso lo que los últimos frescos describen: el gran mal que se ha abatido bruscamente sobre las ciudades olmecas construidas en honor de la Luz. Ciudades de piedra y de oro cuyas pirámides aparecen cargadas de cadáveres. Un gran mal contra el que las flechas y el valor no pueden hacer nada. Columnas de mujeres y de niños huyen de las ciudades para ir a refugiarse a la jungla. Pero la jungla ha comenzado a marchitarse y un moho grisáceo ha contaminado los árboles. A la luz de la antorcha del padre Carzo, la civilización olmeca está extinguiéndose. Tan solo queda musgo y lianas que cubren poco a poco las ciudades fantasma.

Carzo se detiene bajo la última imagen: un fresco color rojo sangre que representa una gigantesca pirámide a la luz del ocaso. En la cúspide del edificio han plantado tres pesadas cruces de madera en las que tres crucificados, atrozmente abrasados por el sol, esperan la muerte. En la cruz central, un hombre con el rostro deformado por el odio contempla a la muchedumbre que lo insulta. Es un hombre con barba y muy delgado; su piel blanca contrasta con la tez mate del resto de torturados. Está coronado con una rama de espinos, y una púa acerada se le ha clavado en un ojo. «Jesús todopoderoso y misericordioso».

Es el rostro de Jesucristo crucificado en la cúspide de una pirámide olmeca lo que la luz de la antorcha muestra al exorcista. Un Jesucristo al que la muchedumbre envía a la muerte. Pero no el Jesucristo de los Evangelios, no el buen pastor, no el Mesías que rebosa compasión por los hombres extraviados que lo asesinan, no. Este Jesucristo, esta bestia vociferante que se retuerce en la cruz insultando al Cielo es el Diablo en persona. El azote de los olmecas.

La luz de la antorcha empieza a debilitarse. Carzo tiene el tiempo justo de leer los signos que los aztecas añadieron sobre la cruz para alertar a la humanidad de lo que había sucedido, como una advertencia para las generaciones futuras. El fuego, la sangre y la muerte, símbolos de la maldición eterna.

Debajo, una fecha: el decimosexto día del octogésimo segundo año del séptimo ciclo solar. Carzo siente que un soplo glacial se apodera de su alma. Puesto que cada ciclo del calendario solar azteca corresponde a cuatrocientos años terrestres, el azote de los olmecas murió el 3 de abril del año 33 según el calendario católico. El mismo día que Jesucristo.

Carzo se dispone a tocar el rostro del crucificado cuando el mismo grito que hizo encanecer a Alameda suena de nuevo en la oscuridad. La Bestia lo llama, está muy cerca.

Carzo echa de nuevo a andar. Unos metros más allá, penetra en una caverna excavada en el corazón de la montaña. La antorcha acaba de apagarse. Distingue a lo lejos un círculo de velas cuya luz tiembla en la oscuridad. En el centro de ese anillo luminoso, la cosa que fue Maluna lo mira con ojos brillantes de odio.