Capítulo 65

Parks mira cómo desfilan las calles de Boston detrás de las ventanillas ahumadas de la limusina del FBI. En las aceras grisáceas, la multitud se apresura para escapar de la lluvia glacial que crepita contra el parabrisas.

—¿Adónde vamos?

Ninguna respuesta. Parks se vuelve para ver el rostro de Stuart Crossman a la luz interior del techo. El director del FBI tiene la tez blanca y las facciones cansadas de las personas que raramente ven el día. Es de estatura media, tiene las manos finas y los rasgos de la cara delicados; es lo más alejado del tipo de atleta que habitualmente reclutan los federales. Sin embargo, basta cruzar una sola mirada con él para olvidar su estatura: unos ojos muy negros y redondos que te hielan la sangre. Crossman está escuchando el informe oral de la autopsia de Caleb en un magnetófono en miniatura pegado a la oreja. Cuando se decide a responder, su voz es tan baja que Parks tiene la impresión de que habla consigo mismo.

—Al aeropuerto. Un vuelo de United sale para Denver dentro de veinte minutos.

—¿Qué quiere que vaya a hacer a Colorado en esta época? ¿Fotos de avalanchas?

Stuart Crossman abre un expediente y lee unas líneas. A continuación clava su mirada fría en Parks.

—Las cuatro jóvenes que mató el asesino de Hattiesburg eran religiosas de una de las congregaciones más secretas del Vaticano. Las autoridades de Roma las habían enviado para investigar una serie de crímenes perpetrados en conventos de Estados Unidos.

—¿Está de broma?

—¿Le parece que bromeo?

—¿Qué eran esas agentes del Vaticano? ¿Religiosas de civil con cordones para estrangular camuflados como rosarios y pistolones en el bolso?

—Algo así.

Tras un silencio, Crossman añade:

—He telefoneado esta mañana al cardenal arzobispo de Boston para pedirle explicaciones. Me ha dicho que el Vaticano dispone de sus propios servicios de policía y que la Santa Sede no tiene que rendir cuentas a nadie.

—¿Y los crímenes que esas religiosas estaban encargadas de investigar?

—Mientras usted se daba la gran vida en el hospital, fuimos a registrar las habitaciones de motel y los sórdidos apartamentos que las cuatro desaparecidas alquilaron al llegar a Hattiesburg. Encontramos ordenadores último modelo, montones de mapas de todo el mundo y recortes de prensa. Nos enteramos, analizando los discos duros, de que las cuatro religiosas perseguían a Caleb desde hacía meses y de que estaban en contacto permanente a través de anuncios en la prensa, grandes diarios nacionales o periódicos locales, según el lugar donde se encontraban. Así se seguían la pista de un país a otro; después se reunían cuando era necesario.

—¿Por qué a través de anuncios en la prensa, si disponían de ordenadores último modelo y de internet?

—Vaya usted a saber…

Nuevo silencio.

—Uno de los últimos mensajes que encontramos fue publicado hace varias semanas por Mary-Jane Barko en el Boston Herald. Unas líneas intercaladas entre los anuncios de contactos y las ofertas de empleo.

—¿Qué tipo de mensaje era?

Crossman coge una hoja del expediente y lee en voz alta:

—«Queridas todas: creo haber encontrado el rastro del abuelo en Hattiesburg, Maine. Venid enseguida».

—¿El abuelo?

—Un código para designar a Caleb. Este mensaje es el que hizo que acudieran las demás.

—¿Y qué pasó después?

—Cuando sus hermanas llegaron a Hattiesburg, Mary-Jane Barko ya había desaparecido. Debieron de seguir la investigación donde ella la había dejado. Al igual que ella, buscaron un empleo de camarera y esperaron a que el asesino se manifestara. Un último mensaje aparecido en el Hattiesburg News el 11 de julio, es decir, al día siguiente de la desaparición de Patricia Gray, anuncia: «Querida Sandy: ninguna novedad de nuestra prima Patricia. ¿Podríamos vernos esta noche en el lugar habitual?». Este mensaje, firmado por Dorothy Braxton, está dirigido a Sandy Clarks, la última religiosa que llegó a Hattiesburg. Pensamos que las dos supervivientes se encontraron esa misma noche en la linde del bosque de Oxborne y que fue allí donde desaparecieron también.

—Como Rachel.

Crossman asiente con la cabeza mientras pasa las páginas del expediente.

—Veinticuatro horas antes de su muerte, Rachel puso también un anuncio en el Hattiesburg News. Debía de haber dado con los de las religiosas mientras investigaba su desaparición. Copió el estilo y lo firmó con su nombre de pila. Citaba a sus primas desaparecidas.

—No debería haber hecho una cosa así.

—Usted habría hecho lo mismo.

—¿Qué más?

—Nuestros agentes han continuado buscando debajo de los colchones y examinando todas sus cosas. Han encontrado un voluminoso expediente del que cada desaparecida tenía una copia. Informes con fotos y filiaciones que iban actualizando a medida que avanzaban en sus indagaciones. Así es como hemos descubierto que todos los crímenes que investigaban se habían cometido en conventos de la orden secretísima de las monjas recoletas. Se trata de ancianas que viven totalmente apartadas del mundo en claustros fortificados en medio de las montañas. No ven nunca a nadie y han hecho voto de silencio. Oficiosamente, además de rezar por la salvación de nuestras almas, se encargan de restaurar manuscritos antiguos de la Iglesia, como la Biblia en árabe y tratados medievales sobre la tortura.

—¿Y…?

—Y resulta que los crímenes presentan el mismo modus operandi que el empleado por Caleb en Hattiesburg.

—¡Mierda!

—El último asesinato, que las cuatro desaparecidas estaban investigando justo antes de que acabaran también con ellas, se cometió en un convento perdido en las montañas Rocosas, en la zona de Denver, en Colorado. De ahí el vuelo de United, que la está esperando a usted para despegar.

—Comprendo. ¿Nada más?

—Sí. Sabemos que finalmente las cuatro desaparecidas habían descubierto el nexo de unión entre todos esos crímenes.

—¿Una venganza?

—Más bien una maldición.

—Explíquese.

—Todas las recoletas asesinadas eran bibliotecarias versadas en la restauración de los manuscritos prohibidos de la Iglesia, los que el Vaticano esconde desde hace siglos en las salas secretas de sus conventos y sus monasterios. Sabemos que lo que el asesino buscaba era una de esas obras.

—¿Quiere decir que esas mujeres han muerto por un libro?

—No un libro cualquiera, Parks. Un manuscrito muy antiguo que al parecer contiene revelaciones peligrosas para la estabilidad de la Iglesia.

—¿Y ese libro tiene nombre?

—Evangelio de Satán.

—Vaya, comprendo que el Vaticano no quiera que se difunda.

Sorteando los charcos, la limusina llega a la terminal de salidas del aeropuerto de Boston y se detiene ante la entrada. Parks baja y coge la bolsa de viaje que el chófer de Crossman le tiende.

—Una última cosa: la Casa Blanca me ha telefoneado esta mañana a mi línea directa.

—¿Quién?

—El imbécil de Bancroft, el consejero de la Presidencia. Me ha dicho que la investigación sobre el asesino de Hattiesburg correspondía a las autoridades de Maine, ya que los asesinatos de las cuatro religiosas habían tenido lugar en su circunscripción. Creo que el Vaticano está presionando al presidente para silenciar el asunto.

—¿Qué le ha contestado?

—Que se vaya a tomar por culo.

—¿Y qué más?

—Le he dicho a ese enano que no solo los asesinatos superaban los límites de Maine, sino que además ya habían cruzado ampliamente las fronteras de Estados Unidos.

—¿Ah, sí?

Crossman le tiende a Parks una copia del expediente encontrado en casa de las desaparecidas de Hattiesburg.

—Mientras las enfermeras del Liberty Hall le reparaban los desperfectos, se nos ocurrió consultar los archivos de los principales periódicos del mundo. Encontramos varios anuncios similares dejados por nuestras religiosas en una quincena de publicaciones de diversos países. Después nos pusimos en contacto con los servicios de policía de los países en cuestión para saber si allí también había habido casos de desapariciones u otros asesinatos rituales.

—¿Y qué?

—En el transcurso de los seis últimos meses, ha habido al menos trece asesinatos idénticos.

—¿De religiosas?

—De recoletas, Parks. Trece viejas recoletas crucificadas y destripadas.

El cristal ahumado se levanta ante el rostro ceroso de Crossman. Con la lluvia repiqueteando sobre sus hombros, Parks mira cómo la limusina se aleja entre la densa circulación.