—Despierte, padre.
Empapado de sudor, el padre Alfonso Carzo abre los ojos y ve el rostro congestionado del padre Alameda, el superior de la misión, inclinado sobre él.
Carzo hace una mueca al oler el aliento del hombre: Alameda ha vuelto a beber vino de palma para aplacar su miedo. El exorcista cierra los ojos y deja escapar un suspiro de agotamiento. Cada célula de su cuerpo le suplica que permanezca tumbado y vuelva a dormirse hasta la muerte. Está a punto de sucumbir a esa deliciosa tentación cuando las grandes manos del padre Alameda lo zarandean de nuevo.
—Padre, debe luchar. Es la Bestia quien quiere que duerma.
Tras abrir doloridamente los ojos, el padre Carzo se vuelve hacia la pared agrietada de la choza. Fuera, las tinieblas se rinden. La bruma que escapa del río Negro ha invadido el claro donde se alzan las instalaciones de la misión: una capilla hecha de palos y una hilera de cabañas de adobe. Ni dispensario, ni médico, ni grupo electrógeno. Ni siquiera una mosquitera. Eso es la misión de São Joachim: el zarzal del jardín del Edén.
El padre Carzo se incorpora trabajosamente en la hamaca y escucha el silencio. Normalmente, al amanecer los papagayos y los monos chillones se despiertan y dan la señal para que empiece el gran concierto de la selva. Sin embargo, por más que el padre Carzo aguce el oído, la selva continúa silenciosa.
El exorcista se levanta y sumerge las manos en la palangana de agua templada que Alameda le ha llevado. Un agua seca. Esa es la impresión que se apodera de Carzo mientras se rocía la cara: la caricia de esa agua, antes tan reconfortante, ni siquiera logra ya eliminar el sopor que abotarga su mente.
Después de haberse secado con el reverso de la sotana, el padre Carzo examina la cesta de fruta que Alameda le tiende. Cuartos de papaya y de piña silvestre. El misionero ha rascado la corteza hasta la carne, para liberarla de esa capa de podredumbre grisácea que lo invade todo. Carzo da un bocado y mastica sin placer esa pulpa fibrosa e insípida. Como el agua, esos alimentos habitualmente tan jugosos parecen ahora desprovistos de sustancia. La selva está muriendo.