La misión de São Joachim era un minúsculo punto negro en medio de la inmensidad de la selva virgen. Allí era donde el padre Carzo había ido a parar siguiendo la pista de los posesos de Camano, en ese extremo del mundo que todos habían designado como el lugar de la posesión suprema.
Carzo había aterrizado en la noche húmeda de Manaus, donde lo esperaba una piragua que remontó el curso del río Negro. De ese periplo, el exorcista solo conservaba unos recuerdos confusos: la bruma sofocante que reptaba sobre el río, el chapaleteo de las pagayas, las hordas de mosquitos, la fiebre y el miedo que le hacían tiritar… Y los gritos. Unos alaridos casi humanos que se elevaban desde la orilla. Luego, el silencio se había abatido sobre la selva a medida que se acercaban al territorio de la misión. Como si todos los animales estuvieran muertos o hubieran huido de alguna amenaza invisible.
Al ponerse el sol, Carzo había visto a un puñado de indios yanomami acechando su llegada desde un pantalán que avanzaba sobre las aguas fangosas del río Negro. Era allí, pues, donde finalmente sus pasos lo habían conducido, desde los rascacielos de San Francisco hasta ese embarcadero donde lo esperaba la Bestia.
No era la primera vez que Carzo visitaba a los yanomami, ni que consultaba a los chamanes de la tribu sobre los demonios de la selva y de los cursos de agua. También sobre las drogas que masticaban para ver cómo las almas muertas deambulaban por las tinieblas, sobre los poderes diabólicos del dios Jaguar, de las arañas venenosas y de los pájaros nocturnos. Fuerzas maléficas similares a las que el exorcista acosaba en el «mundo sin árboles», tan similares que en ocasiones Carzo utilizaba los encantamientos y las pociones de los yanomami para ahuyentar a sus propios demonios.
Eran los chamanes los que habían informado a la misión de Pernambuco de que una adolescente de la tribu presentaba los signos de la posesión suprema. Se trataba de una princesa yanomami llamada Maluna; su voz y su cuerpo habían comenzado a transformarse durante la luna menguante.
Unos días antes se había abatido sobre la selva un extraño mal que corrompía las fuentes y mataba a los animales. De regreso de los confines del territorio yanomami, unos guerreros habían referido que sobre el tronco de los árboles había aparecido una podredumbre grisácea, una lepra nauseabunda que carcomía la corteza y envenenaba la savia de los gigantes.
El mal se había extendido después a los monos y a los pájaros; sus cadáveres petrificados caían de los árboles. A continuación, las mujeres embarazadas de la tribu habían empezado a sangrar y los chamanes habían tenido que enterrar los pequeños cadáveres deformados que esos vientres enfermos habían expulsado antes de tiempo. En ese momento fue cuando la princesa Maluna había empezado a transformarse y a gritar abominaciones en la lengua de los misioneros. Entonces, los chamanes se pusieron en camino para alertar a los sacerdotes blancos de que demonios desconocidos habían entrado en la selva llevando con ellos el gran mal que devoraba el mundo sin árboles.