Estaba sentado en el parque, rodeado de una decena de viejos exorcistas dormidos en un banco, cuando recibió la llamada del cardenal Camano. Hacía un poco de fresco y la luz del crepúsculo que traspasaba las nubes parecía una lluvia de sangre.
Mientras echaba el último puñado de arroz a las palomas que zureaban a sus pies, Carzo levantó los ojos hacia la anciana religiosa que se acercaba. Esta le tendió un teléfono inalámbrico. Tras dejar escapar un suspiro de irritación, adoptó el tono más neutro posible para saludar a su interlocutor.
—¿Qué, eminencia, nuestros legionarios siguen dejándose asustar por postigos que se cierran de golpe y puertas que chirrían?
—No, Alfonso. Esta vez se trata de algo más grave. Tienes que ponerte en camino lo más rápidamente posible.
Carzo notó que se agarrotaba.
—Le escucho.
—Hemos contado cincuenta posesiones satánicas que oponen resistencia al ritual exorcista del Vaticano II.
—¿Cincuenta?
—Por el momento.
—¿Cuáles son los síntomas?
—Los posesos presentan todos los estigmas de las fuerzas maléficas superiores. Están dotados del don de las lenguas, hablan con voces que no son las suyas y desplazan objetos.
—¿Su rostro y su cuerpo se transforman?
—Sí. También parecen poseer una fuerza sobrehumana. Y sobre todo…
—¿Sí…?
—Saben cosas que no deberían saber. Cosas sobre el más adelante y el más allá.
—¿Qué cosas?
—Las revelaciones de la Virgen en Medjugorje, en Fátima, en Lourdes y en Salem. Las que nunca hemos hecho públicas. Saben cosas, Alfonso. Saben cosas sobre el Infierno y sobre el Paraíso.
—Vamos, eminencia, los demonios no saben nada del Paraíso.
—¿Estás seguro?
Se produjo un largo silencio. Luego, la voz de Camano sonó de nuevo a través del auricular:
—Hay algo más grave. Todos los posesos presentan los mismos síntomas y repiten exactamente las mismas frases en la misma lengua. Sin embargo, no se conocen, nunca se han comunicado entre sí, viven en diferentes regiones del mundo. O, mejor dicho, vivían en diferentes regiones.
—¿Qué quiere decir?
—Son muertos, Alfonso. Todos murieron unas horas antes de que comenzara su posesión. Sus allegados estaban velándolos cuando se produjeron las primeras señales.
—Pero, eminencia, ¡usted sabe perfectamente que eso es imposible! ¡Las fuerzas del Mal no tienen el poder de resucitar ni de poseer a los muertos!
—Entonces, ¿por qué dicen que te conocen, Alfonso? ¿Por qué es contigo con quien quieren hablar? Contigo y con nadie más. Tienes que venir urgentemente. ¿Me oyes? Tienes que… venir…
—¿Eminencia…? Eminencia, ¿me oye?
El teléfono empezó a chisporrotear tan fuerte que Carzo se vio obligado a apartárselo del oído. Al cabo de un momento, el ruido dejó de oírse tan súbitamente como había empezado y un silencio mortal ocupó la línea. En el mismo momento, un viento glacial inclinó la copa de los árboles y un olor de violeta penetró en la garganta del exorcista. Un olor que Carzo conocía mejor que nadie.
—¿Eminencia?
—Quédate al margen de esto, Carzo. Sigue alimentando a tus palomas o me comeré tu alma.
A Carzo se le pusieron los pelos de punta al oír la voz muerta que acababa de sonar en el auricular.
—¿Quién eres?
—Ya lo sabes, Carzo.
—Quiero oírtelo decir.
Un concierto de rugidos respondió al exorcista, que se había quedado petrificado. Los alaridos de los posesos de Camano, que, atados a su cama, gritaban su nombre para atraerlo hacia ellos. En medio de ese mar de gritos, el exorcista captó voces que pronunciaban en latín, en hebreo y en árabe los nombres de los demonios de las tres religiones del Libro. Acto seguido, los viejos exorcistas dormidos en los bancos del parque levantaron la cabeza y otras voces que Carzo conocía perfectamente salieron de sus labios inmóviles:
—Mi nombre es Ganesh.
—Yo soy el Viajero.
—Loki, Mastema, Abrahel y Alrinach.
—Yo soy Adramelech, gran canciller de los Infiernos.
—Adag narod abaddon! ¡Yo soy el Destructor!
—Yo soy Astaroth, ¿te acuerdas de mí, Carzo?
—Belial, yo soy Belial.
—Mi nombre es Legión.
—Nosotros somos Alu, Mutu y Humtaba.
—Y nosotros somos Set, Lucifer, Mammon, Belcebú y Leviatán.
—Azazel, Asmoug, Ahrimán, Durga, Tiamat y Kingu. Estamos aquí. Todos estamos aquí.
Después de bajar la barbilla hacia el pecho, pareció que los ancianos sacerdotes se dormían de nuevo. Entonces sonó un «clic» en la línea. Carzo se disponía a colgar cuando observó que el cielo se cubría de extrañas nubes negras y que las palomas a las que había estado dando de comer hacía unos minutos eran ahora cientos, diseminadas sobre la hierba y los árboles del parque. Un ejército de aves silenciosas que soltaban excrementos y batían furiosamente las alas, rodeándolo poco a poco.
—¡Huya, padre! ¡Huya!
El grito de la anciana religiosa arrancó a Carzo de su parálisis. El exorcista levantó la vista y se dio cuenta de que lo que había tomado por una nube de tormenta era en realidad una compacta masa de estorninos que bajaban en picado hacia el parque y el convento. Mientras la santa mujer lo protegía con su cuerpo a modo de escudo, él subió los peldaños de la escalera de entrada.
En el mismo instante, el ejército de palomas se abalanzó sobre los ancianos dormidos y la monja que agitaba los brazos. Refugiado detrás de las ventanas del convento, Carzo vio cómo esa masa arremolinada de plumas y picos se abatía sobre su presa y oyó los gritos que la desdichada profería mientras los pájaros le reventaban los ojos. Con la boca llena de plumas, la religiosa cayó de rodillas y sus gritos se apagaron.
Carzo quiso ir a socorrerla pero una lluvia de proyectiles cayó sobre las ventanas del convento, un fragor de chasquidos sordos que al principio tomó por granizo. El sacerdote se quedó mirando fijamente el parque, que se oscurecía al cubrirse de cadáveres de estorninos que, como bolas de hielo, se abalanzaban contra los cristales y hacían saltar una lluvia de sangre cada vez que se producía un impacto. Entonces, al notar de nuevo que un repugnante olor de violeta le inundaba la garganta, Carzo comprendió que las puertas del Infierno estaban abriéndose.