Sostenida por Bannerman, Parks pestañea a la luz blancuzca de los tubos de neón. Cubierto con una sábana, el cuerpo de Caleb se halla tendido sobre una mesa de disección, donde se disponen a oficiar los doctores Mancuzo y Stanton, los dos mejores investigadores del FBI especializados en muertes violentas, repentinas o sospechosas. Marie ya ha trabajado con ellos en diversos casos en que los forenses no habían conseguido hacer hablar a los cadáveres. Gracias a Mancuzo y a Stanton, una decena de asesinos en serie dormían ahora en la cárcel o en un ataúd de plomo. Lo habían logrado simplemente disecando órganos y analizando muestras de sangre. El misterio de las hormonas y de los restos celulares…
Mientras Mancuzo se pone el mono, la mascarilla y las gafas de plástico, Stanton descubre los restos de Caleb. Parks se pone rígida al ver el rostro del hombre que ha estado a punto de matarla, o más exactamente lo que queda de su rostro destrozado por las balas de los francotiradores. Un orificio de salida ha reventado el ojo derecho, otro ha hecho estallar el hueso temporal. Un impacto de gran calibre en el occipital ha hundido y desprendido la caja craneana. Las dos últimas balas, disparadas a quemarropa sobre la oreja, han destrozado la mandíbula de Caleb, de manera que solo se distingue de sus facciones un ojo azul, un trozo de frente, una mejilla y la mitad de la nariz. El resto de la cara se reduce a un magma de carne viva del que emergen fragmentos de huesos y de dientes.
Caleb es menos alto de lo que Marie había imaginado, pero más corpulento. Unos músculos gruesos como maromas, unas piernas de leñador, unos brazos de jornalero y un torso de herrero. Sólo años de arduos trabajos habían podido forjar un hombre de una fuerza tan descomunal.
La mirada de Marie recorre el cuerpo de Caleb. Su sexo reposa sobre la maraña negra de su pubis. Un trozo de carne de tal grosor que Marie se queda sin respiración; hasta en la muerte, Caleb desprende brutalidad. Pero no es solo esa corpulencia de ogro ni ese sexo de violador lo que aterrorizan a Parks. Hay otra cosa que no encaja. Algo tan evidente que a Marie le cuesta verlo. Hasta que sus ojos no se concentran en la piel del asesino, no se da cuenta de que Caleb está envejeciendo. «Ya está, Marie, ya empiezas a desbarrar otra vez».
Y sin embargo… A primera vista parece que el cadáver de Caleb se pudre más rápidamente que los demás. Mirándolo bien, en lugar de descomponerse, su piel se marchita y empieza a secarse como cuero mal conservado.
Marie contempla las manos de Caleb, esas manos que conoce tan bien por haberlas visto de cerca mientras la clavaban en la cruz. Las uñas del asesino parecen haber crecido, a semejanza de las de esos difuntos a los que se desentierra a veces unos meses después del entierro. Se estremece y se muerde los labios; está segura de que el pecho del muerto se ha movido. Un movimiento casi imperceptible. Se queda paralizada mientras la mano del asesino empieza a levantarse.
—¿Estás bien, Marie?
Se sobresalta al notar que los dedos de Bannerman se cierran sobre su hombro. Abre los ojos. La mano de Caleb ha caído de nuevo sobre la mesa de hierro. Su pecho parece inerte.
«Dios mío, Caleb no está muerto…».