Roma, Ciudad del Vaticano.
Seis de la mañana.
Al cardenal Oscar Camano le gusta ese instante del día en que el ribete rojo del amanecer se impone poco a poco al azul de la noche. Todas las mañanas, después de haber dejado atrás el Coliseo, donde tantos cristianos ilustres derramaron su sangre para mayor gloria de Dios, ordena a su chófer que detenga la limusina en la piazza della Chiesa Nuova y se adentra solo en las callejuelas de Roma en dirección al puente de Sant'Angelo.
Podría dejarse llevar hasta San Pedro, como otras eminencias más jóvenes que él suelen hacer. También podría ir en línea recta hacia el río y bajar por Borgo Santo Spirito. Pero no, aunque llueva, sople viento o la artrosis de su rodilla le esté haciendo sufrir un calvario, el cardenal da siempre un rodeo por el puente de Sant'Angelo. Después se desvía hacia la izquierda, por via della Conciliazione, y sube hasta las cúpulas del Vaticano como si fuera el final de una peregrinación. Esos paseos solitarios sirven ante todo de preámbulo al ajetreo agotador de sus jornadas: el cardenal Oscar Camano, cabeza de la secretísima orden de la Legión de Cristo, es el temido director de la Congregación de los Milagros, uno de los dicasterios más poderosos del Vaticano. Tan poderoso, en realidad, que ni siquiera el cardenal secretario de Estado, pese a ser primer ministro de la Iglesia, ha conseguido meter jamás la nariz en los expedientes de Camano.
Otros cardenales, no menos poderosos, venderían su alma para tener acceso a los archivos de los Milagros. Porque esos vejestorios corroídos por la ambición sabían que era precisamente el carácter excepcionalmente secreto de su misión lo que convertía a esa congregación en uno de los órganos más temidos en el Vaticano.
Antes de pronunciar los votos, todos los miembros de la Congregación de los Milagros cursaban trece años de estudios en los seminarios de la Legión de Cristo. Luego, tras haber seleccionado a los mejores de cada promoción, la orden los enviaba a las más renombradas universidades, donde coleccionaban doctorados. Una formación larga y agotadora que convertía a los hombres de Camano en especialistas entregados en cuerpo y alma a la autentificación de los milagros y a la investigación de las pruebas de la existencia de Dios. Esa era la misión principal de la congregación: el examen riguroso de los signos visibles e invisibles.
En cuanto se descubría un milagro o una manifestación satánica, Camano mandaba a sus hombres a comprobar si esos fenómenos eran, efectivamente, sobrenaturales o si amenazaban con poner en entredicho las verdades enseñadas por el dogma. Porque era posible que un milagro entrara en conflicto con el interés superior de la Iglesia. Y Camano debía asegurarse discretamente de que esas manifestaciones divinas iban en el sentido de las Sagradas Escrituras; en caso contrario, debía cortarlas de raíz si representaban un peligro para la estabilidad del Vaticano.
Una vez efectuadas esas primeras verificaciones, los doctores de la Legión de Cristo redactaban un informe que llegaba hasta Roma a través de los canales más opacos de la Iglesia. Los sacerdotes de Camano introducían aquellos datos en sus ordenadores y buscaban si se había producido el mismo milagro en otros lugares o en otra época. La mayoría de las veces, esas comprobaciones no daban ningún resultado. En consecuencia, se mantenía ese fenómeno bajo vigilancia y se pasaba al siguiente.
Pero en ocasiones los ordenadores descubrían un milagro o un maleficio idéntico que se reproducía desde hacía siglos a intervalos regulares. Partiendo del principio de que un oráculo de la Iglesia se estaba cumpliendo y de que quizá Dios quería recordar a los hombres su buena disposición hacia ellos, la Legión de Cristo se ponía en estado de alerta y el Papa estampaba su firma apostólica y declaraba inmediatamente el expediente secreto.
Esa era otra de las preocupaciones de Camano: obtener la declaración de un milagro o de un maleficio antes de que las demás congregaciones —o peor aún, los periodistas— metieran las narices en el asunto. Ante la duda, hacía que el Papa sellara todos los fenómenos que la Congregación de los Milagros instruía en primera instancia. Después, si resultaba que al final un expediente no presentaba ningún interés, lo devolvía al dominio público. Por eso Camano estaba estresado. También por eso, tenía muchos enemigos.
Pero la misión de la Congregación no acababa con el examen de las pruebas de la existencia de Dios; esa tarea interminable ocultaba otra en realidad, tan oscura y peligrosa que ni siquiera los enemigos del cardenal habían sospechado jamás todo su alcance. Cuando un milagro se repetía a través de los siglos y, sobre todo, ese milagro respondía una y otra vez a una manifestación satánica —como si esos dos opuestos intentaran vencerse—, eso significaba que quizá una antigua profecía estaba a punto de cumplirse y que el mundo estaba en peligro. Los legionarios de Cristo revisaban entonces los archivos donde se encontraban los escritos y los signos anunciadores de los grandes cataclismos: el Diluvio, la caída de Sodoma, las grandes plagas de Egipto y los siete sellos del Apocalipsis de san Juan, así como las predicciones de Nostradamus, de Malaquías, de Leonardo de Pisa y de los grandes santos de la cristiandad, y otros tantos oráculos de la cólera de Dios que los hombres de Camano estaban encargados de vigilar al margen de su misión oficial. Unas señales que diversos legionarios de Cristo acababan de descubrir unos meses atrás en Asia, en Europa y en Estados Unidos: estigmas de la Pasión, curaciones misteriosas, estatuas que sangran y posesiones colectivas, así como profanaciones de cementerios e inmolaciones. Asesinatos rituales también. Crímenes en serie que presentaban el mismo modus operandi. Asesinatos que, en opinión de Camano, eran tanto más inquietantes porque afectaban exclusivamente a religiosas. Y no a cualesquiera. Este último detalle era el que había provocado la alerta general: desde hacía unas semanas, unos informes secretos procedentes de las bases avanzadas de la Legión indicaban que una treintena de religiosas habían sido asesinadas en varios conventos de la santa orden de las hermanas recoletas. Más preocupante todavía era que se había encontrado a las monjas en cuestión crucificadas y profanadas, con el cuerpo destrozado por una fuerza monstruosa. Con hierro candente el asesino les había grabado en el torso cuatro letras: INRI, abreviatura latina que los romanos habían clavado encima de Jesucristo. Con la diferencia que, en el torso de las torturadas, esas cuatro letras iban acompañadas de un pentáculo que enmarcaba a un demonio con cabeza de macho cabrío: el signo de Bafomet, el más poderoso caballero del Mal, el arcángel de Satán.
Hasta entonces, dado que esos crímenes rituales habían tenido lugar en los conventos más alejados, el Vaticano había conseguido silenciar el asunto. Pero esa situación no duraría. Camano lo sabía. El modus operandi de esos asesinatos era uno de los indicios proféticos descritos en los archivos de la Congregación de los Milagros, la señal de que los Ladrones de Almas habían regresado.
Así pues, Camano había enviado a sus legionarios allí donde, según sus servicios de información, los asesinatos de recoletas se multiplicaban de forma inquietante. Desde entonces, disimulando su impaciencia, esperaba.
En eso piensa el cardenal Camano mientras cruza el puente Sant'Angelo. En un momento en que se ha detenido para contemplar las aguas del Tíber, su teléfono móvil suena. Es monseñor Giuseppe, su protonotario apostólico. El tono de voz del anciano es, pese a la fortaleza que lo caracteriza, el de alguien que acaba de ver al Diablo.
Sosteniendo sin pestañear la mirada de los ángeles de piedra que vigilan el puente, Camano escucha. El FBI acaba de encontrar a cuatro jóvenes asesinadas en los alrededores de Hattiesburg, en Maine: Mary-Jane Barko, Patricia Gray, Sandy Clarks y Dorothy Braxton, cuatro religiosas de la Congregación de los Milagros, que Camano había enviado hacía unas semanas a investigar unos asesinatos de hermanas recoletas en Estados Unidos.
—¿Eso es todo?
—No, eminencia. El FBI ha conseguido matar al asesino. Era un monje.
Con los ojos cerrados, Camano pide a su protonotario que le detalle la forma de los crímenes. Su corazón empieza a latir con fuerza. Al igual que las recoletas, cuya suerte debían investigar, las jóvenes religiosas habían sido torturadas y crucificadas, y la inscripción INRI estaba grabada con hierro candente en la carne de su torso.
Con un sabor de sangre en la boca, el cardenal cuelga. Ya no tiene elección. Debe informar urgentemente a Su Santidad de que una de las peores profecías de la Iglesia está a punto de cumplirse. ¡Y debe hacerlo unas horas antes del inicio del Concilio Vaticano III! Cientos de cardenales y de obispos están convocados desde hace semanas para una de las mayores asambleas de la cristiandad, encargada de decidir sobre el dogma y el futuro de la Iglesia. Cientos de prelados con vestiduras rojas han empezado a llegar del mundo entero y se apoderan poco a poco de la plaza de San Pedro y de los interminables pasillos del Vaticano.
Camano hace una discreta seña en dirección a la limusina que lo sigue a cierta distancia. Justo antes de subir a la parte trasera, se vuelve hacia la estatua del arcángel san Miguel que protege la fortaleza de los papas. A la luz del alba, la lanza que empuña el primer caballero de Dios parece que se haya sumergido en una cuba de sangre fresca. El cardenal ya no puede permitirse dudar.