Hospital Liberty Hall, Boston.
Ocho días más tarde.
Tiritando bajo el soplo glacial de los climatizadores, la agente especial Marie Parks aspira los efluvios de formol y de desinfectante que invaden el depósito de cadáveres del hospital Liberty Hall de Boston. Los locales ocupan la totalidad del sótano y se extienden sobre una superficie de dos mil metros cuadrados divididos en cámaras frías, laboratorios de disección y salas de autopsia. Ahí es donde coinciden la mayoría de los cadáveres de Boston y sus alrededores. Los suicidas, las víctimas de accidentes de tráfico y los fallecidos por causas poco claras que deben ser sometidos a un examen post mórtem por orden del fiscal general del estado de Massachusetts.
Las últimas salas del depósito, las mayores y más iluminadas, están reservadas al servicio médico forense del Liberty Hall y su acceso está prohibido, excepto al personal de la policía científica. Los cadáveres llegan allí en bolsas de plástico de color negro o gris: gris para los asesinados, negro para los asesinos.
Al abrigo de estas gigantescas salas de hormigón y baldosas blancas, un ejército de forenses sierra cajas torácicas y abre vientres muertos para buscar pruebas de crímenes: el ribete azul que el arsénico deja en los lóbulos del hígado, los coágulos negros y viscosos de los bazos reventados por los choques, las cervicales desplazadas por las estrangulaciones, los pulmones perforados y los corazones traspasados por balas de gran calibre. Los forenses completan este examen visual explorando la boca y los orificios naturales: un poco de saliva, una gota de sangre, la firma genética de un cabello o de un poco de semen imprudentemente depositado en las entrañas de una mujer violada.
Sobre ese magma de cuerpos en descomposición, el hospital Liberty Hall levanta sus catorce pisos de cristal y acero, donde enfermos y moribundos se reparten entre once servicios de medicina general y un centro de reanimación y de cuidados intensivos. Ahí, en el último piso, era donde la agente especial Marie Parks había ingresado con carácter de urgencia. Ahí era donde los cirujanos se habían relevado para limpiar y suturar sus heridas.
Pasó los siete días siguientes tendida en la cama, mientras las enfermeras cambiaban sus vendajes y alimentaban su gotero con antibióticos. Siete días durante los cuales Parks se dormía envuelta en el calor reconfortante de su habitación para despertarse crucificada en medio de las tinieblas de la cripta. Siete días recuperando fuerzas entre el ruido ya familiar del electrocardiógrafo y de los carritos con ropa blanca que los auxiliares empujaban por el pasillo. Siete noches debatiéndose en la cruz y gritando bajo la mordedura de los clavos.
Parks había rechazado los neurolépticos que los médicos habían prescrito para reducir la intensidad de sus visiones. Nada peor que un flash bajo el efecto de esos medicamentos: una visión al ralentí en la que cada detalle se amplifica, una pesadilla interminable en la que el sufrimiento se alarga hasta el infinito.
Al amanecer del octavo día, Parks se despertó tranquila y descansada. La visión se había borrado, solo quedaban los ojos de Caleb brillando en la oscuridad de la cripta. Un recuerdo más en el vertedero de sus otros recuerdos. Con la diferencia de que, como el FBI lo había matado, sin duda las imágenes de sus asesinatos se atenuarían con el paso del tiempo.
«A no ser que Caleb no esté muerto».
Marie intenta reprimir ese pensamiento. La misma vocecita que resuena en su cerebro siempre que tiene miedo. La voz de Marie de pequeña hablando a sus muñecas.