El asesino, concentrado en su obra, está tan cerca de Marie que su respiración hace temblar el pelo de la chica. El corazón de Marie late lentamente. No siente nada. Luego, la respiración se aleja y ella oye que baja la escalera que había apoyado en la cruz. Oye sus botas sobre el suelo de la cripta. Percibe los sollozos de Rachel. Y es al inclinarse hacia delante para verla cuando toma conciencia de pronto de los clavos que penetran en sus brazos y en sus piernas. En ese instante se da cuenta de que su cuerpo suspendido en el vacío solo está sujeto por las muñecas y los tobillos a los maderos de la cruz. Pequeños trozos de ella misma que se distienden y se desgarran alrededor de los clavos.
De repente, el dolor llega. Viene de tan lejos que Marie tiene la impresión de que no acabará nunca de llegar. Brota de sus muñecas y hace restallar la piel de sus brazos contra el madero. Explota en sus rodillas, sus codos, su vientre y sus tobillos. Marie cierra los ojos y deja escapar un aullido animal. Un destello de dolor sube hacia sus hombros y bloquea su plexo. Intenta mover los brazos y cerrar las piernas, Siente que los tendones de sus muñecas se restriegan contra los clavos. Nota la mordedura del acero en la carne de sus pantorrillas…, de los gruesos clavos metidos en sentido oblicuo a ambos lados de sus tibias.
El suplicio de la cruz. Marie lucha contra la tensión que endurece sus músculos, contra esa contracción que se inflige a sí misma para no dejar que el peso de su cuerpo tire de los clavos. Es una insoportable rigidez que hace temblar sus músculos, que la extenúa y la ahoga. Entonces, al límite de sus fuerzas, intenta relajar la tensión de sus brazos y sus piernas, pero la mordedura de los clavos hace que grite y se ponga rígida de nuevo para que cada fibra de su cuerpo tire de esas puntas que la traspasan.
Al borde de la asfixia, Marie se relaja. Se tensa y se relaja de nuevo, hasta que ya no puede contraerse ni relajarse más; haga lo que haga ahora, cualquiera que sea el movimiento que su mente ordene hacer a su cuerpo para escapar de ese dolor que la invade, siente que su carne se agota, que sus músculos y su piel se estiran alrededor de los clavos, se desgarran lentamente, se abren y se rompen. Vencida, renuncia y rompe a llorar. Gruesas y pesadas lágrimas, gritos de animal agonizante, alaridos roncos que retumban en las tinieblas de la cripta.
Crucificadas a su lado, las cuatro desaparecidas de Hattiesburg parecen mirarla. Como su carne putrefacta se desprende alrededor de los clavos, Caleb las ha atado con correas para evitar que caigan.
A través de sus lágrimas, Marie contempla esas órbitas vacías que la miran, esos rostros agrietados y esos labios aplastados que el sufrimiento ha contraído en la muerte. Sus manos se han soltado finalmente de los clavos. Cuelgan en el extremo de los antebrazos sujetos por las correas. ¿Cuánto tiempo llevan colgadas en el vacío? ¿Durante cuántas horas se han contraído y relajado para escapar de la mordedura de los clavos? ¿Cuántos días han transcurrido en medio de ese hedor de pudridero antes de que la muerte las haya liberado?
La desesperación es más fuerte que el dolor, de modo que Marie intenta contener la respiración para morir antes. Resiste unos segundos, pero la presión que aumenta en sus pulmones contrae de nuevo sus músculos y hace explotar el dolor. Entonces vuelve a dejarse caer y llora. Luego levanta los ojos. A través de las lágrimas, ve a Caleb, que permanece al pie de la cruz. La contempla, no se pierde ni uno solo de sus gestos. Parece impresionado por la formidable energía que invierte en rechazar lo inevitable. Detrás de él, los gemidos de Rachel han cesado. Su cabeza ha caído sobre sus manos. Está muerta.