Capítulo 43

El amanecer. Sin aliento, los hombres del sheriff acaban de llegar a las ruinas. Cuando se han dado cuenta de que Marie se dirigía directamente a la boca del lobo, han echado a correr para alcanzarla. Han dejado que los perros abran el camino, grandes Saint-Hubert de caza, que han ladrado como locos olfateando el olor de la joven. Igual que cuando cazan ciervos, Bannerman y sus hombres han corrido detrás de ellos, animándolos con la voz y alargando las traíllas. No han escatimado esfuerzos, sudando y jadeando entre las zarzas y los helechos.

Al llegar al centro del claro, la jauría se ha detenido junto a la mesa donde la joven se había sentado. Bannerman ha buscado en vano las señales que Marie debería haber dejado tras de sí. Uno de los perros, con el rabo bajo y el lomo tembloroso, ha olido el rastro del asesino. Luego la jauría se ha lanzado tras una pista más reciente, que el perro que va en cabeza acaba de encontrar entre los árboles. Un sendero arenoso, una brizna de lana roja, unas ruinas a lo lejos. Bannerman y sus hombres nunca han corrido tanto, pero han llegado demasiado tarde. Lo presienten por los murmullos del bosque, por la densidad del silencio y los lamentos del viento en las cimas. Marie ya no está allí.

Sin aliento, el sheriff se apoya en un muro bajo y levanta de nuevo el walkie-talkie.

—Marie, ¿me oyes?

Bannerman suelta el botón de emisión. Interferencias. Chisporroteo. Pero el silencio continúa. Consulta su reloj; hace demasiado rato que no contesta. Todo ese embrollo por unas gilipolleces de médium.

Cuando Rachel desapareció, a Bannerman se le fundieron los plomos. Confió en que la chica estuviera todavía viva y Marie pudiera salvarla. Así que dejó que se adentrara en el bosque, le dio media hora de ventaja y luego se puso en marcha; era como si la hubiera llevado él mismo al matadero o le hubiera disparado en la sien. Iba a tener que vivir con eso. Como esos automovilistas distraídos que atropellan a un niño en un paso cebra y se despiertan todas las noches gritando. Él verá a Marie una y otra vez en sus sueños; Marie adentrándose en el bosque, su silueta en movimiento difuminándose entre los árboles, su voz diluyéndose en las tinieblas.

Bannerman mete una docena de balas para matar jabalíes en la recámara de su fusil. La carga de la caballería al amanecer. Marie merece eso. En el peor de los casos, podrá colgar la cabeza del asesino encima de la chimenea de su casa.

Va a dar la orden de avanzar cuando el timbre de su móvil rompe el silencio. Es Barney, su suplente. La oficina del FBI de Boston acaba de llamar. Un equipo de federales va hacia allí en helicóptero con francotiradores. Bajarán directamente sobre las ruinas.

—Mierda, Barney, ¿por qué les has dicho dónde estamos?

—Creo que no lo entiende, jefe. Han sabido dónde se encuentra Marie gracias a un localizador que lleva siempre encima.

—¿Un qué?

—Una señal de socorro que los agentes en misión solo activan cuando corren peligro de muerte. Marie acababa de encenderla cuando me han llamado.

—¿Dónde? ¿Dónde la ha encendido?

—En vista de lo débil que es la emisión, ha debido de adentrarse varias decenas de metros bajo tierra.

—Pero, por el amor de Dios, ¿dónde?

—En la vertical de las ruinas. Deben de ser unas catacumbas que serpentean bajo los escombros de la vieja iglesia.

Un silencio. La voz de Barney chisporrotea en el móvil.

—Otra cosa, jefe. Los chicos del FBI me han dicho que ya saben a qué tipo de asesino nos enfrentamos.

—¿Y qué?

—Pues que sería mejor que se quedara atrás con sus hombres.

Un ruido a lo lejos. Bannerman levanta los ojos hacia el helicóptero que se acerca rozando los árboles. Intenta tragar la bola de angustia que le atenaza la garganta. Después cambia de frecuencia y sube el volumen del walkie-talkie al máximo.

—Marie, soy yo, Bannerman. Sé que estás en alguna parte bajo tierra y que debes de estar muerta de miedo. Ni siquiera sé si me oyes, pero me la suda. Así que voy a estar hablándote hasta el final, para que oigas mi voz, para que te agarres a ella mientras tus amiguitos del FBI te sacan de ahí. Por favor, Marie, intenta aguantar.