Capítulo 40

Marie baja los peldaños con cuidado para no resbalar. A su alrededor, el aire, inmóvil, tan denso que tiene la impresión de respirar a través de una bolsa de plástico, está saturado a causa del hedor de la carne muerta. Hace calor. Unas gotas de agua repiquetean en el silencio.

Marie oye en la oscuridad cosas que se mueven, se reúnen y se acercan. Sus dedos rozan las paredes. Se estremece al tocar unas telarañas. Cierra los ojos y tararea una cancioncilla para no ceder al pánico. Un ruido encima de ella, un frufrú. El rascar de innumerables patitas articuladas que corren por el techo. Levanta la cabeza en el momento en que una cosa velluda aterriza sobre su cara y se agarra a ella. Unas patas duras y sedosas se agitan sobre sus labios, le arañan la mejilla. Marie reprime un grito y da un manotazo al bicho, que se suelta. Luego apoya la punta del pie en el peldaño siguiente y nota que la suela se hunde en algo blando. La cosa se retuerce bajo su pie antes de reventar como un fruto maduro. A Marie se le hiela la sangre. Algo hormiguea en el techo y bajo sus pies: cuerpos blandos y pegajosos que tratan de agarrarse a su pelo, patitas duras que corren por las paredes para morderle las manos. Un nido de tarántulas. Avanza sobre las arañas que pululan por los peldaños y profiere gemidos de terror agitando los brazos para quitarse de encima las que se agarran a sus muñecas. Devoradoras de cadáveres. Sobre todo, no caer.

A medida que baja, el olor de cadáver en descomposición se intensifica. Las paredes parecen moverse bajo sus dedos mientras puñados de parásitos se acumulan en sus mangas. Ha llegado a las entrañas de la Tierra. La Tierra que devora a los hombres. Tiene la impresión de que lleva horas allí, ni siquiera sabe ya si sube o si baja. Pero ¿cómo puede alguien perderse en una escalera?

Bajo sus pies, el suelo se vuelve plano. Marie acaba de llegar a una especie de galería subterránea. El pavimento es liso y está embaldosado. Aprieta el paso para alejarse lo más deprisa posible de la boca oscura de la escalera. A lo lejos, ve la luz amarilla de una antorcha.

Dejándose guiar por esa luz como una mariposa en las tinieblas, avanza a tientas por la galería. El olor de pudridero se vuelve cada vez más asfixiante. Marie tiene la sensación de que avanza en medio de una espesa niebla que impregna su ropa y gotea hasta el fondo de su garganta.

A medida que se acerca al halo de la antorcha, empieza a distinguir el brillo de la humedad en el suelo y el grisáceo de las paredes. También distingue la cabellera que forman las raíces que se han abierto paso a través de las piedras del techo. Al bajar los ojos, ve unas gotitas de sangre fresca sobre las baldosas. Por eso las arañas estaban desenfrenadas: han percibido toda la sangre que manaba de Rachel mientras el asesino la transportaba por la escalera; han percibido ese olor de carne fresca y se han precipitado sobre ella para beberla. Marie está temblando. Sabe que las arañas no la dejarán salir.

Ya está, por fin ha llegado a la luz. Al final de la galería, una puerta de calabozo provista de pesadas barras de hierro. Marie la empuja. La puerta chirría al girar sobre sus goznes. Y la antorcha oscila al recibir la corriente de aire templado que escapa por el hueco.