Capítulo 37

Marie se dobla por la cintura y vomita. Le pasa siempre después de una visión. Una puñalada. El estómago que se contrae y expulsa el terror acumulado por las imágenes. Luego el dolor se difumina. Quedan la migraña y el miedo.

Rachel ha pasado por el lugar donde ella se encuentra en este momento. Ha cruzado el claro y ha desaparecido por el otro lado de los árboles. Marie se levanta y echa a correr. Con los brazos delante de la cara para protegerse de las ramas, corre en la oscuridad. Rachel ha rozado este árbol, que todavía conserva la huella de su recuerdo. Ha tocado este otro tronco. Se ha detenido frente a ese. Marie se apoya un instante en él y cierra los ojos.

Flash.

Rachel no puede más. El cansancio hace silbar sus pulmones. Le duele todo. Tiene ganas de morir. Intenta detener los latidos de su corazón. Las hormigas hacen eso cuando no pueden escapar del predador que las persigue. Pero Rachel no lo consigue. ¡Maldito corazón que no deja de latir! Un ruido detrás de ella. Sofoca un sollozo y echa de nuevo a correr. Su piel mojada brilla débilmente entre los árboles.

Al igual que Rachel, Marie ha reanudado su carrera ciega a través del sotobosque. Siente que el terror le anquilosa las piernas y le corta la respiración. Un chisporroteo y la voz de Bannerman suena en el auricular:

—Marie, ¿me recibes?

Ella no contesta. Corre. Sigue un sendero arenoso que los pies de Rachel han encontrado y por el que puede correr más deprisa. Distingue las huellas de los pies desnudos de la joven. Corre tan deprisa como puede. Sus tobillos se tuercen en la arena blanda. De repente, Marie tropieza en la raíz de un pino y cae de bruces ahogando el grito que estalla en su pecho. Es ahí donde Rachel ha caído. Ahí, donde se ha roto el pie y ha gritado de dolor. Los dedos de Marie se crispan sobre la arena.

Flash.

Rachel no puede seguir corriendo. Ha perdido. Se vuelve y ve la silueta del predador que avanza por el camino. Ve el destello blanco del puñal que lleva en la mano enguantada. Entonces empieza a excavar en la arena sollozando, intenta sepultarse. Llama a su padre. Le suplica que vaya a salvarla. Se acuerda de un día que quedó atrapada en el sótano, sin luz, y de los monstruos que reptaban hacia ella, de aquellos dedos que la agarraban de los tobillos y de aquellas arañas que trepaban por su pelo. Fue su padre quien encendió la luz y la cogió en brazos. Los brazos musculosos de su padre, su agradable olor a colonia. Es a él a quien Rachel pide ayuda mientras la bota del asesino aplasta su cara contra la arena. Suplica. No quiere morir. Pero el asesino no la escucha. Ya ha dejado de jugar.

Tendida sobre la arena, Marie ha cerrado los ojos. Ahí es donde el rastro de Rachel se pierde. Como si el bosque la hubiera engullido. La voz jadeante de Bannerman suena de nuevo en el auricular:

—¡Mierda, Marie, dime qué está pasando!

Ella abre los ojos. No puede más. Un alba brumosa ilumina el bosque. Ve una mancha roja en la arena. La toca y se acerca el dedo a los labios. Sangre. Coge el micrófono:

—Todo en orden, Bannerman. Seguid manteniéndoos a distancia, continúo tras la pista.