Capítulo 32

El Chevrolet Caprice circula a toda pastilla con el faro giratorio encendido por las calles desiertas de Hattiesburg, levantando agua a uno y otro lado al pasar. El asfalto brilla bajo la tromba de lluvia y la luz mortecina de las farolas. Algunas sombras inclinadas sobre cubos de basura escapan al oír el rugido del V8. El crepitar incesante de la radio, el ruido regular de los limpiaparabrisas, el azote de la lluvia sobre el capó… Marie se muerde los labios para no dormirse. Las luces de Hattiesburg desaparecen de golpe. Una última farola, un último cartel: Hattiesburg os saluda. Marie ve que han tachado la última palabra para sustituirla por otra. Hattiesburg os joroba. No les falta razón.

Los faros del Caprice iluminan aún algunas granjas dormidas antes de que el vehículo se sumerja en la noche. Cuando sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, Marie distingue una línea todavía más oscura que se recorta a lo lejos: el bosque de Oxborne.

El conductor levanta el pie y se adentra con el Caprice en un camino de tierra. Dando tumbos en los baches, los neumáticos levantan haces de agua embarrada. Marie se recuesta sobre el reposacabezas y contempla la luna que acaba de aparecer entre las nubes, una pequeña luna triste y sucia, como un reflejo de sí misma en un charco.

Pensativa, repasa lo que sabe del asesino de Hattiesburg. Poca cosa, en realidad. En cualquier caso, es un hombre: las asesinas en serie raramente matan a otras mujeres. Casi siempre matan a niños, a viejos, a hombres poderosos o violentos, pero prácticamente nunca a mujeres. A veces, a ancianas enfermas, pero en ese caso es más un asesinato por compasión que un crimen motivado por el odio.

Por tanto, un asesino caucásico. Un blanco que caza dentro de su propio grupo étnico. Nada más por el momento, a falta de cadáveres a los que practicar la autopsia, salvo que el asesino desnuda a sus presas y delimita su territorio dejando su ropa en la linde del bosque. Arranca su envoltorio, su aspecto distintivo. Les arrebata su estatuto de ser humano y las devuelve al estadio primigenio de la desnudez. Sí, eso es: las desnuda para anularlas mejor.

Para ese tipo de asesino, el envoltorio es una mancha, una mentira. Es un desollador. Va a la carne, al hueso. Pero la ropa no es más que la primera fase del despedazamiento. A continuación viene la epidermis: el asesino la arranca a jirones, o bien rasga la piel con ayuda de una cuchilla o de un ácido. Después la dermis, la piel profunda, y la carne que recubre los cuerpos, los tendones y los ligamentos; la escalda y penetra hasta el hueso. La cara también; saca los ojos antes de coser los párpados, raspa y frota los pómulos para borrar las arrugas y descomponer las facciones. Es un frustrado. Necesita tocar, poseer, apropiarse. Lo anima un odio devastador, tan grande que ya casi no lo siente. Pero, más allá de ese odio, lo que le aterra es la apariencia de sus presas, su propio reflejo en los ojos de ellas: sus víctimas son espejos que él quiere ensombrecer. Intenta disolverse en el anonimato de rostros ciegos. Un museo de cera. Luego, cuando sus muertas ya no tienen apariencia, les da otra menos aterradora para él: una peluca, un vestido, ropa interior. Les habla. Las castiga, las viola o las recompensa. Es todopoderoso. Es un coleccionista de cadáveres. La casa de las muñecas muertas. Primera hipótesis de trabajo. Falta encontrar la muñeca Rachel. Marie, que conoce bien a ese tipo de asesino, no se hace muchas ilusiones; nunca se sobrevive mucho tiempo a los caprichos del señor de las muñecas.

Una sirena suena en la noche. El vehículo aminora la marcha. Marie se incorpora y ve una línea de faros giratorios a lo lejos: el cruce forestal de Hastings.