Capítulo 31

Terminada la cena, Parks dio las gracias a los Bannerman. Después quiso dar un rodeo para pasar por el bar donde trabajaba Mary-Jane Barko, en el barrio sur; un lugar lleno de cobertizos de chapa ondulada, descampados y con una vieja serrería donde los vagabundos duermen entre los montones de tablas. En el Campana, el aparcamiento estaba abarrotado de camiones y de camionetas abolladas; la clientela se componía esencialmente de camioneros y de viajantes de comercio. Guirnaldas de bombillas intermitentes se zarandeaban bajo el viento glacial. En el interior, luz tenue, papel matamoscas y música country en sordina.

Marie se instaló en la barra y pidió una botella de tequila, un poco de sal y unos trozos de lima. El barman la acompañó; se echó sal en la palma de la mano y mordió la lima entre trago y trago. A la cuarta copa, empezó a hablar.

Mary-Jane Barko era una chica solitaria, bastante dócil, que no buscaba hombres por dinero. Esa información adquiría todo su valor dicha por un tipo que consideraba a las mujeres preservativos gigantes. La chica trabajaba en el Campana desde hacía un mes. Había bajado de un autocar Greyhound con una maleta y un pañuelo rojo en la cabeza. Según ella, venía de Birmingham, Alabama. Ni novios, ni amigos, ni pasado. Una de esas vidas que a menudo sirven de tapadera para los secretos más terribles. Había alquilado una habitación en casa de la vieja Norma, al final de Donovan Street, un tugurio en la parte alta. Nada más.

Tras la octava copa, el barman le preguntó a Parks si quería ir a comer unas alas de pollo al Kentucky Fried Chicken de Hattiesburg cuando terminara su turno. Ella le preguntó qué coche tenía. Una vieja camioneta Chevrolet. Parks lo miró chupando con la punta de la lengua los cristales de sal adheridos a sus dedos. El tipo creyó que eso quería decir que sí. Pero quería decir que no.

En el mismo momento, sin que nadie sospechara nada, Rachel se adentraba en las tinieblas. Había dejado un mensaje en el móvil de Bannerman con su celular desde el cruce forestal de Hastings. Había encontrado una pista, un camino oscuro que llevaba al corazón del bosque de Oxborne. Decía que dejaba su móvil conectado con el buzón de voz de Bannerman para que pudieran oírla. Rachel estaba llevando el tarro de miel a la abuelita.

En todo eso es en lo que Marie Parks piensa mientras intenta despertarse bajo el agua ardiente de la ducha. Aguza el oído. Alguien llama a la puerta. Ve los destellos de un faro giratorio a través del cristal esmerilado de la ventana del cuarto de baño.

Se seca y se pone unos vaqueros, un jersey de lana y un impermeable. Antes de salir, consulta el reloj del salón; son las 0.50. Hace casi dos horas que Rachel ha desaparecido. Marie intenta concentrarse en ella, pero es en vano: el bosque se ha tragado a Rachel.