La agente especial Marie Parks había comprado una casita en Hattiesburg, la ciudad que la había visto nacer, pero solo iba en vacaciones. Estando allí tuvo noticias del asesino por un artículo publicado en letra pequeña en el periódico local. Entonces llamó a Aloïs Bannerman para ofrecerle sus servicios. El gordo Bannerman…
Habían ido al mismo colegio y frecuentado las mismas plazas y la misma iglesia. Incluso habían flirteado en el asiento trasero de un viejo Buick que olía a estiércol de caballo y a tabaco. Un abrazo pegajoso y sudoroso, la lengua de Bannerman enrollándose alrededor de la suya después de haber comido un plato de chile en la barra de un bar tex-mex del centro de la ciudad. Luego Bannerman metió una mano entre los muslos de Marie para acariciarle el sexo a través de la tela de los vaqueros. La chica soltó un grito penetrante que retumbó en la boca de Bannerman. ¡No pensaba dejarse desvirgar en un coche de ocasión! ¡No de ese modo! ¡No como esas chicas de pueblo que cierran los ojos para no envejecer solas! Bannerman puso mala cara. Los hombres siempre reaccionan así.
Los años pasaron y Marie cambió Hattiesburg por los rascacielos de Boston. Estudió derecho en Yale y cursó un máster en psicología en Stanford. Después entró en el FBI, en la división especializada en la identificación y persecución de los asesinos en serie.
Doscientos setenta millones de estadounidenses, cuatrocientos millones de armas de fuego en circulación, campos de chabolas, McDonalds y guetos. Al lado de eso, edificios de bancos, mansiones de millonarios y clubes de golf detrás de muros de ladrillo para no ver el océano grisáceo de los barrios pobres. Un millón de asesinos en potencia. Había escogido un buen trabajo, con mucho futuro. En esa época fue cuando se especializó en perseguir a asesinos itinerantes.
En cuanto a Bannerman, se quedó en Hattiesburg para vigilar el negocio. Siguió atiborrándose de chile e intentando besar a las chicas en el asiento trasero de su viejo Buick. Tuvo éxito por lo menos una vez, pues acabó casándose con una tal Abigaïl Webster, una chica de pueblo sin atractivo de la que se había enamorado perdidamente. Desde entonces formaban una pareja triste y aburrida, era casi conmovedor. En su mesa había siempre un cubierto puesto para Marie cuando iba a pasar las vacaciones allí.
Mientras ella asistía a clase en el centro de entrenamiento del FBI, en Quantico, Bannerman se hizo sheriff. La elección estaba entre eso y cartero, peón o camionero. Sheriff, después de todo, estaba bien, y no era demasiado cansado: algunos robos de semillas en los graneros del condado, un par de bandas de jóvenes perseguidos por flagrante delito de aburrimiento y algunas peleas de borrachos en los bares sórdidos de Hattiesburg.
El sheriff tenía cuatro ayudantes bajo sus órdenes, unos alcohólicos anónimos que le eran fieles como viejos perros de caza. Y después estaba Rachel, una chica de la región, guapa y encantadora, que soñaba con ingresar en la policía federal. Rachel, que no podía estarse quieta desde que le habían asignado el caso de las cuatro desaparecidas de Hattiesburg. O más bien de las cuatro asesinadas, puesto que se había encontrado la ropa de la primera víctima en los húmedos bosques de Oxborne.