Capítulo 28

0:30 horas. El timbre del teléfono desgarra el silencio. Cuatro timbrazos estridentes. Marie se sobresalta. Tiene la boca seca, pastosa. El mal sabor de alcohol y de tabaco impregna su garganta. Descuelga sin decir nada. La voz de Bannerman suena en el auricular. Es el sheriff de Hattiesburg, en Maine, un tipo gordo que está perpetuamente sin aliento.

—¿Parks?

—No estoy en este momento, pero puede dejar un mensaje…

—Déjate de gilipolleces, Parks. Tenemos un problema.

Marie capta inmediatamente las vibraciones que hacen temblar la voz de Bannerman: el sheriff tiene miedo. Alarga el brazo para coger el paquete de tabaco de la mesilla de noche, enciende un cigarrillo y contempla el círculo incandescente que su extremo dibuja en la oscuridad.

—¿Parks?

El miedo de Bannerman intenta entrar en ella. Para ahuyentarlo, Marie da una calada. Un gusto de paja y de tierra mojada invade sus pulmones. Nada de mentolado, ni de rubio, ni de falso negro, no, Old Brown, auténtico tabaco de vaquero, acre y caliente.

—Parks, ¿estás ahí?

No, Parks no está. Parks ha caído. Un pitillo en medio de la noche para ahumar a los muertos y… vuelta a dormir.

—¡Joder, Parks, no me digas que has vuelto a tomarte esas porquerías para sobar!

Las mismas vibraciones en la voz del sheriff, pero mucho más fuertes.

—¿De qué tienes miedo, Bannerman? —Rachel ha desaparecido.

Un retortijón. Un amago de náuseas. Ya está, el miedo de Bannerman ha conseguido entrar. Marie siente cómo se extiende por sus arterias.

—¿Cuándo?

—Hace media hora. Perdieron su rastro en una de las carreteras que atraviesa el bosque de Oxborne. En el cruce forestal de Hastings. Un coche va hacia tu casa. Súbete en él y reúnete conmigo.

Silencio.

—¡Por el amor de Dios, Parks, no te duermas!

Marie cuelga y se queda unos segundos en la oscuridad escuchando el batir de la lluvia contra los cristales. El viento muge en los sauces llorones que bordean la calle. Se concentra. Rachel, una poli de unos veinte años, rubia y guapa, y temeraria. Exactamente igual que Marie a esa edad.

Rachel se presentó voluntaria para investigar unas profanaciones que habían empezado a multiplicarse de forma inquietante en los cementerios de la región: tumbas abiertas, ataúdes rotos y vaciados; decenas de cuerpos más o menos descompuestos que no aparecían por ninguna parte. Corría el rumor de que una secta satánica se había establecido en la región y necesitaba cadáveres para alimentar sus misas negras. Lo malo era que, aparte de las tumbas removidas y los ataúdes abiertos, la policía del condado no había encontrado ninguna inscripción cabalística, ningún pentáculo, ni tampoco frases en latín. En realidad, ni el menor indicio. Ni siquiera una huella de pasos en la tierra blanda. Luego, las profanaciones cesaron tan bruscamente como habían empezado. Pero unas semanas más tarde, los que empezaron a desaparecer en las inmediaciones de Hattiesburg fueron los vivos. Cuatro chicas que no eran de la región desaparecieron de golpe, cuatro jóvenes solteras, sin amores ni relaciones. Y la investigación se la asignaron a Rachel.

La primera desaparición, la de una tal Mary-Jane Barko, no causó mucho revuelo. Al principio se creyó que, huyendo de un desengaño amoroso, se había marchado del condado para ir al otro extremo del país. Una semana más tarde desapareció Patricia Gray. Luego, Dorothy Braxton, y por último, Sandy Clarks. Las cuatro se habían evaporado sin dejar ni una sola palabra de despedida.

Y después, hacía tres días, unos cazadores encontraron unas prendas rasgadas y manchadas de sangre en la linde del bosque de Oxborne. Prendas de mujer: unos vaqueros, un jersey, unas bragas y un sujetador. Las que llevaba Mary-Jane Barko justo antes de desaparecer. No hizo falta más para que empezara a extenderse el rumor de que un predador rondaba por los bosques del condado de Hattiesburg y de que era él quien había robado los cadáveres de los cementerios. El pánico se propagó como las llamas y Rachel partió tras la pista del asesino antes de desaparecer a su vez.

Marie apaga el cigarrillo y entra en el cuarto de baño. Abre el grifo de la ducha y regula la temperatura para que el agua salga ardiendo. Luego se desnuda y se estremece bajo el chorro que le abrasa la piel. Cierra los ojos e intenta reunir sus recuerdos. Malditos somníferos…