Capítulo 25

0.20 horas. Marie continúa durmiendo. Un sueño pesado, sin recuerdos, como un cristal grueso colocado sobre una fosa donde gritan las víctimas de los asesinos en serie, un cristal blindado que ahoga los gritos, pero no las imágenes. Ve a Jessica Fletcher tumbada bajo el edredón empapado de sangre. Ve a Meredith tendida en el agua bajo el pequeño puente de piedra donde el FBI encontró su cadáver profanado. Meredith la mira y tiende hacia ella los brazos cubiertos de limo. A través del cristal blindado de los somníferos, Marie contempla a la niña. Tiene la boca abierta y el pelo cubierto de musgo. Pero no la oye gritar. No tiene más que cerrar los ojos y esperar que consiga despertarse antes de que el efecto de los medicamentos pase.

Marie detuvo al asesino de Meredith una noche de otoño. Se acordaba de los colores —amarillo y rojo—, del fango arcilloso que entorpecía el paso en los caminos y de los charcos que las últimas lluvias habían formado en las roderas, del olor de corteza y de tierra mojada también. Una lluvia de hojas secas a la luz ocre del crepúsculo.

Hacía dos días que los agentes del FBI estaban emboscados cerca del pequeño puente de piedra. Dos días esperando y contando los minutos. Hasta que, la segunda noche, oyeron unos pasos. Los mismos pasos pesados que en la visión de Marie.

El conserje del colegio se había detenido al borde del arroyo para olfatear el aire, inmóvil, como si sintiera una presencia o supiera que la aventura acababa ahí. El final del camino. Había asesinado a otros tres niños en el espacio de una semana. La aceleración de la serie. Siempre es así cuando la pulsión ya no remite, cuando se apodera de la personalidad del criminal y se desborda como las aguas negras de una cloaca. Un frenesí que solo se aplaca con sangre. Cada vez más sangre.

En ese momento es cuando el asesino comete errores: sus crímenes son menos cuidadosos, menos ceremoniosos. Como el rito de un creyente que solo asiste al oficio por costumbre o por aburrimiento. Con la diferencia de que en este caso es imposible contener la urgencia por matar. Una dosis de heroína barata en las venas de un viejo drogadicto: al principio, el asesino en serie mata para sentirse bien; después mata para no sentirse mal, para no sufrir por la abstinencia. Siempre es en ese estadio cuando vuelve a los lugares de sus crímenes para tratar de recuperar parte del goce que sintió cuando matar todavía significaba algo. Y entonces es cuando lo atrapan. Fin de la serie.

Los agentes del FBI, con el asesino de Meredith en el visor de sus armas, gritaron las advertencias de rigor. El hombre se volvió con un esbozo de sonrisa en los labios y Marie distinguió el destello de una 357 de cañón corto apuntando en dirección a los francotiradores. Cuatro disparos restallaron en el aire frío. Con el rostro destrozado por los impactos, el criminal cayó de rodillas en el arroyo. Marie cerró los ojos. El ritual suicida del asesino en serie. Si el FBI tenía la suerte de conseguir atrapar al animal antes de que se matara, este acababa en la zona de alta seguridad de un centro penitenciario psiquiátrico, atado el resto de su vida a una silla situada detrás de un cristal antibalas, por donde desfilaban eminencias con bata blanca para tratar de penetrar los secretos de su cerebro. ¿Qué enigma empuja a un repartidor de periódicos, a un ex policía o a un clérigo a matar a niños y ancianas, a descuartizar cadáveres igual que se trocea una pieza de carne para cocinarla? El eslabón perdido que une el hombre a la bestia: simplemente, un plomo que se funde, un cortocircuito, una neurona que desbarra y manda una señal anormal a las demás neuronas. El inicio de la serie. Decenas de cadáveres hechos picadillo. Campos de lápidas fúnebres.