Meredith lleva mucho rato corriendo. Demasiado rato. El bosque es ahora tan tupido que la luz del sol casi no traspasa el techo de ramas. Hasta los sonidos parecen haber desaparecido. Meredith aminora la marcha, se vuelve. Nadie. Carnicero ha debido de dar media vuelta. O se ha escondido en algún sitio para esperarla. Sin aliento, la niña se arrodilla sobre una alfombra de musgo y deja correr las lágrimas. Llora durante un buen rato, se vacía de todo ese miedo que la paraliza. Luego se seca las mejillas y aguza el oído. Un murmullo de agua. Alza los ojos y ve un arroyo y un pequeño puente de piedra. Ha debido de llegar hasta el corazón del bosque. No conoce ese lugar ni ha oído hablar nunca de él. Está perdida. Pero, por el momento, eso le da igual: el miedo al bosque todavía no ha reemplazado al de los colmillos de Carnicero.
Arrodillada sobre el musgo, Meredith intenta ver el cielo por encima de los árboles. La luz del día se ha vuelto gris, el sol declina. Se dispone a levantarse cuando oye unos pasos que se acercan por los helechos. Marie, dormida, se sobresalta. El corazón de Meredith se desboca. Una nube de condensación escapa de entre sus labios entreabiertos. Marie nota la caricia rasposa del musgo bajo la palma de las manos de la niña y la quemazón de las espinas en su pie. Presta atención: son pasos de hombre. Marie se agita. «¡Corre, Meredith! ¡No te quedes ahí! ¡Levántate y corre!».
Pero Meredith está demasiado cansada. Vuelve los ojos hacia el hombre que se acerca. Su corazón, que había empezado a latir con fuerza, se calma de golpe. Lo conoce. No le cae bien, pero no le da miedo.
El hombre ya no hace ruido, camina sobre el musgo. Mientras Meredith lo mira, Marie frunce los ojos para tratar de distinguir sus facciones. Es alto y fornido. Lleva una chaqueta de cuadros escoceses con bolsillos. Un puñal cuelga de su cinturón, un cuchillo de cazador, cortante como una navaja de afeitar. Meredith mira las manos del hombre. Unas grandes manos callosas que tiemblan de excitación, se crispan y se relajan. El lobo feroz. «¡Por lo que más quieras, Meredith, levántate y vete!».
Curiosamente, Marie, que se agita dormida, llega a sentir cómo su propio miedo se insinúa en el cerebro de Meredith. Una pizca de angustia acelera la respiración de la chiquilla, las yemas de sus dedos están heladas. Su esternón se bloquea, su vejiga se contrae. Ya está, Meredith empieza a tener miedo otra vez. Las piernas le tiemblan de cansancio. Intenta levantarse, pero un calambre la hace tropezar. Va a caerse. El hombre está ahora delante de ella y la sujeta de un brazo. Meredith grita y se debate. El desconocido la agarra por la nuca y la aprieta contra sí. Su voz ruda salmodia:
—No tengas miedo, Meredith Johnson, hija mía. Papá está aquí.
La nariz de la chiquilla se aplasta contra el jersey que el hombre lleva bajo la chaqueta de cazador. Apesta a sudor y a sangre, el mismo olor que el padre de Jessica Fletcher la noche que se volvió loco. Un olor de niño muerto. Entonces Meredith se da cuenta de que va a morir. Muerde el jersey y rompe a llorar mientras nota que el olor se transforma en sabor. Luego golpea, da patadas y grita. Pero cuanto más se debate, más se cierran los brazos del hombre sobre ella.
—Hazle un mimo a papá, niña mala.
Marie siente que la mano del hombre se cierra alrededor del cuello de Meredith. La chiquilla se asfixia. Araña la mano que la estrangula, intenta hablar. Quiere pedirle disculpas al señor, prometerle que será buena, que no volverá a hacer tonterías nunca más. Luego, el destello de un puñal brilla sobre su cabeza y siente que el dolor estalla a lo largo de su columna vertebral. Una hoja glacial la atraviesa, una descarga eléctrica la alcanza en las piernas y los brazos, una oleada de sufrimiento. La hoja entra y sale, se hunde en su espalda, le rompe las vértebras, le corta las arterias y le desgarra los órganos. Meredith percibe la respiración del ogro contra su mejilla mientras la estrecha contra sí para apuñalarla mejor. Siente cómo la boca del ogro besa su cara, nota su lengua terrosa y fría sobre sus labios. Luego, un frío glacial la entumece y el dolor se aleja. El cuchillo sigue penetrando, pero ella ya casi no nota la mordedura de la hoja. Oye que unos pájaros cantan en los árboles, ve el arroyo y el pequeño puente de piedra. La luz del sol se atenúa. Meredith cierra los ojos. Ya no le duele nada.