La primera visión de Marie se llamaba Meredith. Meredith Johnson. Una niña de ocho años que había desaparecido hacía quince días camino del colegio. Quince días de batida registrando el bosque y dragando los pantanos. Una cría desaparecida entre cientos más cuyo rastro se perdía de repente.
Meredith vivía en Bennington, Vermont, un pueblucho perdido en las Green Mountains. Era una chiquilla rubia cuya cara regordeta y cuya silueta un poco robusta delataban cierta debilidad por los batidos de leche y las hamburguesas.
El día de su desaparición, Meredith llevaba unas zapatillas Adidas de color amarillo y un anorak naranja, el mismo que lucía en las fotos que mostraban también que llevaba un corrector dental. Pero, más aún que esa vestimenta, lo que había atraído la atención de Marie era la ausencia total de testigos. ¡Como si una niña con zapatillas de deporte amarillas y anorak naranja pudiera desaparecer de repente sin que nadie la hubiera visto en uno u otro momento! Era eso lo que no encajaba en el caso Meredith. Es inevitable que cuando uno tiene ocho años y va solo por la calle, cuando lleva un anorak naranja y vive en la misma ciudad desde que nació, aparezca al menos una fracción de segundo en el campo visual de alguien, en el espejo de un retrovisor o a través de las cortinas de una cocina. Es inevitable que, como en el caso de Benny Madigan, siempre haya una anciana que está paseando a su perro, un empleado municipal que recoge las hojas secas, un vendedor a domicilio de biblias o un técnico en reparación de lavadoras que te ve y conserva tu imagen grabada en un rincón de su memoria. Siempre. Salvo en el caso Meredith Johnson. Y era precisamente esa ausencia de testigos lo que no encajaba. Como si esa desaparición hubiera sido planeada durante semanas por un asesino en serie. Un allegado o, por lo menos, un habitante de Bennington. Un predador que debía de haber pasado días enteros espiando las idas y venidas de la niña. No obstante, incluso en ese caso, alguien debería haber visto algo. Sin embargo, no, nada de nada. Como si un tornado se hubiera llevado súbitamente a la chiquilla o unas arenas movedizas la hubieran engullido.
Marie tomó un vuelo interior para Vermont y después fue a Bennington en un coche de alquiler. Allí, interrogó a los transeúntes y recorrió mil veces el trayecto entre el colegio y la casa de Meredith. No quedaba ni el menor rastro, ni el más mínimo indicio, ni una sola imagen, aunque fuera borrosa, ni el menor recuerdo de la existencia de Meredith Johnson. Como si esa niña con anorak naranja y zapatillas de deporte amarillas no hubiera vivido jamás en Bennington.
Agotada y decepcionada, Marie reservó una habitación en un motel a las afueras de la ciudad. Y esa noche soñó con Meredith.